Antes, las élites neoliberales que gobernaban eran corruptas y saqueaban al pueblo; ahora, el presidente es honesto y gobierna para la gente más necesita. Antes, había contubernio entre el poder político y el económico; ahora, los empresarios pagan impuestos y el gobierno no favorece a los más ricos. Antes, el Ejército se usaba para reprimir al pueblo; ahora, se usa para consolidar la transformación. Y así sucesivamente.
No importa si el contenido de estas variaciones del “no somos iguales” tiene sustento o carece de él. Lo que importa es repetirlo y repetirlo: primero, para fortalecer la identidad y el sentido de pertenencia y de propósito entre las bases obradoristas; segundo, para exacerbar la polarización y catalogar como moralmente impuros a quienes defienden “lo de antes”.
Más allá de los objetivos que López Obrador persigue con esta consigna, me interesa centrarme en un aspecto de nuestra discusión pública sobre el cual arroja luz. Si bien AMLO es el maestro en la utilización del “no somos iguales”, algunos sectores de la oposición lo han adaptado y empleado de diferentes formas: por ejemplo, “no son iguales, son peores”.
Incluso, cuando no se utiliza esta frase como tal, constantemente se desliza o se da a entender de distintos modos en nuestra discusión pública. Se trata de un elemento que me parece sumamente preocupante de nuestra conversación pública actual: el moralismo.
Me refiero a que partimos de una presunta superioridad moral —o peor aún, de la supuesta inferioridad moral de nuestra contraparte — para sostener nuestros argumentos o para rebatir los postulados de los demás. Lejos de fundamentar nuestros argumentos en datos, información y análisis sólidos, o al menos en experiencias históricas o corrientes teóricas, los sustentamos en el pedestal moral en el cual estamos parados: el del liberalismo, el de la izquierda, el del obradorismo, el de la oposición.
Así, no rebatimos el argumento del otro porque se basa en información errónea o en un análisis incompleto. Lo rechazamos de antemano porque forma parte del bando moral contrario.
Ya no se trata, siquiera, de un debate ideológico, como el que existía en la Guerra Fría a nivel global o el que hubo en el país cuando se estaba resquebrajando el régimen priista a finales del siglo pasado. Insisto, estamos, más bien, ante una discusión —casi un enfrentamiento— moral.
Los opositores que critican a AMLO tienen intenciones aviesas. No les interesa el bien del país, sino el de una élite corrupta, discriminadora y rapaz. Por tanto, cualquier crítica que emitan o cualquier propuesta que esgriman, así sea fundamentada, debe ser desacreditada.
Los obradoristas no apoyan al presidente porque creen en su proyecto político, sino porque tienen sed de revancha y venganza de las élites. Así pues, cualquier defensa al gobierno actual es un respaldo explícito al autoritarismo y un rechazo profundo a la democracia.
En ninguno de los dos bandos hay el más mínimo esbozo de autocrítica o introspección. Ambos están completamente convencidos de sus argumentos y totalmente firmes e inflexibles en sus respectivas posiciones. Incluso, muchas veces repiten sus argumentos como mantras y, por supuesto, con expresiones grandilocuentes que ilustren el peligro o la tontería que significa apoyar la posición contraria.
Si esgrimes argumentos mesurados, eres un tibio de Corea del Centro. Si escuchas a tus pares con ideas distintas, te estás sentando con el enemigo. Si cambias de opinión, careces de convicciones. Si no repites las consignas de tu tribu, eres un traidor.