La mitificación del hombre ha ocasionado desmesura en la manera en que nos referimos a él. La historia de bronce, ésa que nos enseñan en la escuela primaria, ha hecho que pensemos en Juárez sin matices, e incluso ha simplificado la propia obra del oaxaqueño, que para muchos se resume en su célebre frase: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
Uno de los efectos más nocivos de la mitificación de Benito Juárez es el escaso conocimiento público que hay de otros grandes liberales mexicanos, lo poco que se estudian sus obras y, por lo mismo, lo poco que se esgrimen sus argumentos en la discusión pública mexicana y en los debates políticos, ya sea legislativos o entre candidatos.
Uno observa los debates entre políticos o entre editorialistas en Estados Unidos, Francia o Reino Unido, y los participantes suelen citar con frecuencia a sus antiguos pensadores políticos y a sus viejos mandatarios o tribunos. Es cierto, a veces lo hacen de una manera cursi y excesivamente solemne, como suele ocurrir con los “padres fundadores” en la Unión Americana. Pero también es verdad que existe un mayor conocimiento público de las corrientes intelectuales y las tradiciones liberales en aquellos países.
Lamentablemente, esto rara vez suele ocurrir en México: más allá, insisto, de las archicitadas gestas heroicas de Juárez o sus célebres frases. Esto me extraña porque la tradición liberal mexicana es riquísima y muy diversa. Tanto así que decía mi querida profesora —y extraordinaria historiadora— Alicia Salmerón: “No se puede hablar de liberalismo mexicano en singular. Se debe hablar en plural. Hay muchos liberalismos mexicanos”.
Éste no es el lugar para explicar las distintas corrientes liberales, pero sí quiero rescatar algunas ideas de pensadores mexicanos del siglo XIX, que bien valdría la pena estudiar hoy en día. Inclusive, algunas de ellas conservan vigencia y, si se leen en la actualidad, muchos podríamos coincidir en que siguen siendo propuestas necesarias y aplicables para nuestro país.
Respecto a la libertad de expresión, apenas en los primeros años del México independiente, José María Luis Mora (1794-1850) argüía que: “Si en los tiempos de Tácito era una felicidad rara la facultad de pensar como se quería y hablar como se pensaba, en los nuestros sería una desgracia suma, y un indicio poco favorable a nuestra nación e instituciones, si se tratase de poner límites a la libertad de pensar, hablar y escribir. Aquel escritor y sus conciudadanos se hallaban al fin bajo el régimen de un señor, cuando nosotros estamos bajo la dirección de un gobierno, que debe su existencia a semejante libertad, que no podrá conservarse sino por ella, y cuyas leyes e instituciones la han dado todo el ensanche y latitud de que es susceptible”.
Sobre lo que ahora conocemos como democracia y Estado de derecho, Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) reflexionaba: “Ten respeto a la autoridad que tú mismo eliges; pero sin adularla […] porque muchas veces los pueblos, con su degradación, vuelven despóticos a sus gobernantes. Distingue entre la ley y el que la ejecuta, y si tienes que ser esclavo, es mejor que lo seas de aquélla y no de éste”.