En política no hay nada más cruel que las lealtades no recompensadas. Sobre todo porque, como los afectos no correspondidos, casi siempre se descubren demasiado tarde. “Amor con amor se paga”, suele decir López Obrador para cultivar la expectativa de reciprocidad entre sus adeptos. Lo cierto, no obstante, es que en esa contabilidad su presidencia está acumulando muchas deudas, lo mismo entre quienes constituyen las bases sociales de su movimiento que entre figuras que en uno u otro momento han orbitado en torno suyo.
El imperativo de la victoria en 2018 lo obligó a ampliar su coalición, a incluir a liderazgos y grupos más o menos ajenos al lopezobradorismo, pero necesarios para consolidar su fuerza y volverse una opción atractiva (o al menos susceptible de ser favorecida por el “beneficio de la duda”) más allá de su voto duro. Tras su triunfo, López Obrador integró gobierno a partir de esa coalición variopinta y amplísima. Un contingente nada desdeñable de sus partidarios alcanzó posiciones, presupuesto, influencia. Hubo otros, sin embargo, que se quedaron fuera.