Un discurso que en sus generalidades suena impecable pero que en los primeros 31 meses de su administración no se ha traducido en acciones y hechos contundentes.
Desde el inicio de este gobierno se ha puesto a consulta la aplicación de la ley, se ha favorecido con información privilegiada a amigos y sancionado –por lo menos en palabras– a los adversarios. La autoridad ha contradicho o dejado de aplicar la ley a conveniencia, negado el acceso a la justicia y la reparación del daño a las víctimas y garantizado la impunidad de delitos cometidos por los amigos del presidente y de su mal llamada cuarta transformación.
Ni las probadas declaraciones y documentos falsos presentados por funcionarios –como es el caso de las autoridades de la CFE–; ni el probado enriquecimiento de funcionarios de este gobierno –algunos exsecretarios y algunos que hoy son gobernadores electos–; las tragedias a mano de sus aliados políticos y funcionarios de su gobierno –como es el caso del derrumbe de un tramo de la Línea 12 del metro capitalino–; ni las denuncias de delitos graves cometidos por la autoridad –como desapariciones forzadas a manos del Ejército o la Guardia Nacional–; tampoco las graves acusaciones que el presidente ha hecho de exmandatarios, exfuncionarios, empresarios, comunicadores u organizaciones civiles, han sido suficientes para poner en marcha un aparato institucional que debe investigar todos aquellos delitos que se engloban en la corrupción.
Tras 31 meses de gobierno, con un presidente que diariamente habla del tema, no hay ningún hecho concreto que ponga en evidencia el compromiso y el resultado de esta administración en combatir la ilegalidad.
Es más, en los hechos este es un gobierno que ha liberado delincuentes –como a Ovidio Guzmán–, asignando directamente los recursos del Estado, ejercido políticas públicas sin reglas de operación, con funcionarios que han incurrido en responsabilidades administrativas y penales, sin la menor consecuencia.