Se suponía que íbamos a ver a “los tres tenores”. Gran acontecimiento para mi familia, que durante más de una década no se había cansado de escuchar el disco de un recital que dieron en Roma, poco antes del Mundial de Italia ‘90, Plácido Domingo, José Carreras y Luciano Pavarotti. Era como el soundtrack de las comidas cada domingo. A veces, incluso, los adultos subían a ver el video al “cuarto de la tele” en casa de alguno de mis tíos o de mi mamá. Los más jóvenes preferíamos jugar futbol, aunque tarde o temprano terminábamos también fascinados frente a la pantalla donde esos señores cantaban prodigiosamente Granada, No puede ser, Torna a Surriento, O sole mio o Nessum dorma mientras eran dirigidos por un director de orquesta que sonreía demasiado.
Se anunció que darían un concierto en Monterrey y un extraño entusiasmo se apoderó de la familia. Planeamos pasar ese fin de semana allá. Acudir a un museo, ir a comer cabrito y, por supuesto, asistir elegantísimos al espectáculo en cuestión. Pero en el entusiasmo de escuchar a los tenores convirtiendo el Parque Fundidora en las ruinas de Caracalla, nadie pensó en el calor...
Al llegar al hotel nuestras reservaciones no aparecieron. Tras un pleito inútil, tuvimos que buscar otro sitio donde quedarnos. Además del concierto, había no sé qué feria internacional en esas mismas fechas. El ambiente era a un tiempo festivo y desbordado. El orgullo de nuestros huéspedes por ser la sede de sendos “eventos de clase mundial” parecía inversamente proporcional a su capacidad de organizarlos. Los taxistas que nos llevaron de un lugar a otro contaban que todo era “un cagadero”. Uno de ellos, de hecho, confirmo un rumor contra el que hasta ese momento habíamos preferido sordearnos: “El italiano no viene, se está muriendo”. Al notar nuestro rictus de contrariedad, añadió solidario: “pero no se agüiten, va a estar con madre”.
Al día siguiente acudimos desganados al museo. Luego recuperamos ánimos con un cabrito muy sabroso. México casi siempre decepciona salvo en una cosa, su comida. Más tarde regresamos al hotel para arreglarnos como si fuéramos a la ópera, aunque antes de siquiera ingresar al Parque Fundidora ya sudábamos como si hubiéramos ido a un rave. En los alrededores del improvisado recinto mandaba la anarquía. No había señalizaciones, el personal estaba rebasado, las filas eran larguísimas y ninguna se movía. Caminábamos de un lado a otro sin poder ubicar nuestro acceso. A los lejos escuchamos un rugido colectivo de “¡fraude, fraude, fraude!”. Pronto supimos que era el reclamo de los afectados por una grada que había colapsado. Uno de mis tíos comenzó a despotricar contra el gobierno y la “idiosincrasia del mexicano”, desembocando en un amargo lamento sobre por qué no sabemos hacer las cosas bien en este país. Dos minutos después sobornó a un elemento de seguridad para que nos dejara pasar por una entrada que no era la nuestra.