La corrupción, como sabemos, es un fenómeno global, pero por lo mismo ha sido señalado como una verdadera amenaza para el ejercicio de las democracias y los derechos comúnmente vinculados a ellas, no sólo porque entorpece el buen funcionamiento de las instituciones y rompe los lazos de la legalidad en sus acciones, sino porque también merma la confianza de los ciudadanos respecto del Estado de Derecho en su conjunto.
Por supuesto, la corrupción no es un fenómeno meramente económico, a pesar de que, en países como el nuestro, implica pérdidas por el equivalente a entre un 5% y 9% del PIB, cifra muy por encima de la media de países, por ejemplo, de la OCDE.
La corrupción, por tanto, se ha convertido en uno de los problemas más acuciantes a atender por las instituciones gubernamentales, pero también por la sociedad civil, particularmente a través de la condena social y la denuncia. Ello equivale a entender la magnitud de un problema que nos afecta a todos por igual, destruyendo en tejido social y menoscabando el desempeño de las instituciones.
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La corrupción también genera inequidad, pues los procesos que tienen un fundamento democrático y que deben ser iguales para todos los ciudadanos, se distribuyen o se limita su acceso de manera discrecional, incluidos beneficios que pueden mejorar sustancialmente la vida de las personas, sin que los derechos que los amparan se vuelvan nugatorios.