No es novedad que las cosas no vayan bien en México. Novedad es que decir que no van bien sea tan mal visto por un sector que se dedicó a decir exactamente eso –que las cosas no iban bien– durante los últimos ¿quince?, ¿veinte?, ¿treinta?, ¿cincuenta años? Hay algo muy extraño, inquietante, en el hecho de que una alternancia en el poder inspire un cambio de actitud tan drástico respecto a la realidad nacional y a la crítica en torno a ella. En que quienes antes supieron cultivar la disidencia contra el oficialismo ahora cultiven su defensa con tanto entusiasmo. Aunque bien decía Hannah Arendt que un problema con los revolucionarios, cuando ganan, es que al día siguiente se convierten en conservadores.
Ayer todo era violencia, pobreza, corrupción, dispendio y abuso; hoy sigue siéndolo, en idéntica o mayor medida, pero muchos de los que ayer insistieron en denunciarlo hoy se empeñan en relativizarlo o negarlo con igual convicción. Incluso a sostener, contra toda evidencia, que México está en paz, que hay tranquilidad, bienestar, honestidad y justicia. Como si tener otro presidente equivaliera a tener otro país. Como si la voluntad de un hombre bastara para modificar el curso de la historia y resolver problemas estructurales de muy larga data. Como si la esperanza de cambiar o la escenificación del cambio pudieran de verdad hacer las veces del cambio mismo.