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Hipocresía infinita

Los autoproclamados defensores del “pluralismo” no están dispuestos ni a entretener la idea de que alguien piense distinto a ellos.
lun 22 marzo 2021 11:59 PM
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La discusión pública se mantiene en confrontación.

Entre los partidos e intelectuales que van a perder la elección del 2021 se ha puesto de moda hablar del “pluralismo democrático” de dientes para afuera. Regodearse en citar a Tocqueville, Madison y a Smith. Defender la idea de que la democracia ideal debe reconocer la diversidad de convicciones, valores y puntos de vista. Y de que, por ello, las decisiones de gobierno deben venir de un consenso deliberado que proteja las diferencias de todos sus integrantes.

Pero su defensa del pluralismo democrático es un fariseísmo, una ficción.

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Esos intelectuales que defienden el pluralismo son los menos dispuestos a escuchar las convicciones y puntos de vista de otros. A interpretarlos o tomarlos en serio. Por el contrario, en su imaginario, conciben que quienes no piensan como ellos son ignorantes o poco informados. Que las ideas que se les contraponen son despropósitos o necedades. Y que las personas que las abanderan son simple y llanamente unos resentidos.

Es decir, en la fauna opiniócrata más tradicional, los autoproclamados “pluralistas” creen que las convicciones de otros son válidas siempre y cuando no tengan diferencias significativas con las de ellos. Quieren un pluralismo marginal y al margen. Una discusión pública con diferencias, claro, pero poquitas.

Los ejemplos de falso pluralismo abundan, pero se han vuelto prístinos con la discusión de la Ley de la Industria Eléctrica. Me explico.

La ley comete errores graves, no hay duda. Es una mala ley. Sin embargo, un pluralista de convicción trataría de sostener un debate informado y profundo con sus interlocutores. Preguntarse cuál es el problema de fondo por el que esta ley está tratando (equivocadamente ) de aprobarse. Deliberar una solución al problema de fondo.

No lo han hecho. En ningún frente. En el análisis político se ha claudicado a reflexionar. Los intelectuales que se leen a diario concluyen que López Obrador es “poco razonable”, “se comporta como el arquetipo del borracho”, o que él y sus seguidores “envían señales desde un planeta remoto”. En el ala más técnica, la única explicación es que López Obrador quiere quemar combustóleo, regresar a los 70, u odia a Iberdrola.

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¿Pero por qué? ¿Por qué López Obrador quiere quemar combustóleo para defender a Pemex “como un perro”?

No es difícil preguntar, acercarse, investigar y darse cuenta. El amor de López Obrador por Pemex no es “un amor por las energías sucias,” es un amor por un estado que pueda tener un alto gasto social sin cobrar impuestos. Su sueño es revivir a Pemex como fuente de ingresos públicos, no como fuente de gasolina. Su sueño, el sueño completo de esta gente que hoy está en el poder, es poder tener un estado fuerte que salga medianamente gratis. Un sueño guajiro que, por cierto, comparten con las élites económicas actuales –a quienes tampoco les gusta pagar impuestos.

Así, en un mundo en el que López Obrador no estuviera obsesionado con Pemex, lo estaría con el SAT. Pero de verdad, no como ahora (solo tratando de cobrar lo que le deben), sino aumentando radicalmente la recaudación de forma progresiva. Doblegando los intereses de las élites económicas.

Pero ese mundo no existe. López Obrador es un pragmático y siente que en el ala del cobro de impuestos no habría manera de ganar. Quienes terminarían pagando más dinero, como ha dicho muchas veces, serían los más pobres. Se sabe derrotado.

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Así, la obsesión de López Obrador por Pemex y su forma de entender la hacienda pública es el reflejo puro del posneoliberalismo. Es decir, de un estado que ya no quiere ser neoliberal, pero que ni se le ocurre cómo ser diferente. O que no puede, porque en un mundo globalizado, las élites simplemente mudarían sus cuentas bancarias y el peso se vendría abajo de un plumazo.

Es decir, lo más profundo y triste de la 4T, no es la “incapacidad de López Obrador,” sino algo que los falsos “pluralistas” ni discuten: que ya no hay pluralismo. Que un país ya no puede transformarse democráticamente sin la anuencia de las élites económicas globales y sus intelectuales. Que López Obrador es tan incapaz como la oposición para transformar a México, pero por razones distintas. Y que sus peleas con el sector energético son un favor, un guiño al ojo, un sueño infantil, de “poner a los pobres primero” sin pelearse con las élites económicas.

Las más grandes injusticias de este país se dictan en la Bolsa Mexicana de Valores, no en Palacio Nacional. Pero los autoproclamados “pluralistas” no quieren verlo, discutirlo, entretenerlo. En vez de ello, andan por la vida desnudos, analizando la superficie. Supongo lo hacen así porque es más fácil pensar que la política energética es “una ocurrencia” a que es un grito desesperado.

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Nota del editor:

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única de la autora.

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