La pandemia nos ha dejado muchas estampas asombrosas, escenas que, salvo por esta circunstancia extraordinaria, habría sido difícil presenciar. Así sucedió con las imágenes de la Basílica de Guadalupe, epicentro de la católica en Hispanoamérica, durante el 12 de diciembre pasado. Sin la devastación del coronavirus hubiera sido impensable ver la explanada vacía, sin los miles y miles de fieles que, año tras año desde hace siglos, llegan al Tepeyac para postrarse frente a la virgen y agradecer su presencia, su guía o su mera existencia.
#LaEstampa | Cuando la autoridad se anima a ser autoridad
La extraordinaria escena debió ofrecer valiosas lecciones para las autoridades que buscan controlar el crecimiento descontrolado de la pandemia en la Ciudad de México.
Podrían haber concluido, por ejemplo, que establecer restricciones contundentes y bien explicadas genera solidaridad y comprensión entre la población, incluso si esa población está compuesta por fieles cuya devoción religiosa a veces supera, en teoría, cualquier otro compromiso cívico, o de otra índole.
No sobra apuntar lo difícil y doloroso que debe haber sido para los devotos fieles católicos (y un buen número que no son católicos, pero son mexicanos y llevan a la guadalupana en el alma año con año) no poder visitar en persona la Basílica. Aún así, la gente acató las disposiciones y buscó otras maneras de celebrar a la virgen este año.
Por desgracia, las autoridades, o al menos el hombre que acapara la autoridad en México, optó por extraer las lecciones equivocadas de la muestra de disciplina cívica de los fieles.
Para el presidente López Obrador, el éxito de las medidas de protección sanitaria del 12 de diciembre no tienen nada que ver con las decisiones atinadas de la autoridad. La clave fue, dijo, “la responsabilidad del pueblo”. No se equivoca del todo el presidente. En efecto, el pueblo actuó de manera responsable. Pero actuó de manera responsable porque la autoridad se animó a ser autoridad. No es tan difícil, pensaría uno. O quizá sí.
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