En días recientes, el gobierno de Estados Unidos designó a tres instituciones financieras mexicanas como posibles responsables de lavado de dinero para el crimen organizado. Si bien se alertó al gobierno mexicano semanas antes, el anuncio no fue coordinado, sino presentado como un hecho consumado. Poco antes, había cancelado visas a funcionarios públicos, incluida la gobernadora de Baja California, su esposo y el presidente municipal de Puerto Peñasco. Y meses atrás, impuso aranceles a las exportaciones mexicanas de acero y aluminio, y cerró la frontera a la exportación de ganado. Estas acciones forman parte de un patrón: Estados Unidos no espera al diálogo, actúa primero para forzarlo en sus propios términos.
Estados Unidos, la diplomacia de presión amplificada

Estados Unidos ha hecho del uso de la presión amplificada —es decir, operada desde múltiples dependencias gubernamentales— un elemento central de su política hacia México. Las amenazas arancelarias, las sanciones unilaterales o las restricciones migratorias no siempre buscan cerrar un conflicto o resolver un problema, sino abrir una negociación desde una posición de fuerza. Washington asume que su capacidad de presión es parte legítima de su caja de herramientas diplomáticas.
El actuar estadounidense parece tener cuatro componentes fundamentales: 1. acciones unilaterales como punto de partida, 2. el castigo o la amenaza como herramienta de negociación, 3. la sorpresa como ventaja táctica y, 4. la presión distribuida como estrategia integral.
1. Acciones unilaterales como punto de partida, no como último recurso
Estados Unidos suele provocar una negociación mediante una medida concreta —sanciones, aranceles, cancelación de visas o restricciones comerciales. No hay aviso previo ni mesa de diálogo: la medida se impone como un hecho consumado para forzar una reacción rápida, que crea un nuevo escenario favorable a Washington debido a la urgencia con la que el país afectado necesita resolver el diferendo.
2. El castigo o la amenaza como herramienta de negociación
Lejos de buscar un castigo definitivo, las sanciones económicas, las restricciones de visado o los bloqueos comerciales tienen como objetivo abrir conversaciones en condiciones ventajosas para Estados Unidos. De forma similar, la inclusión de entidades financieras mexicanas en listas de “alto riesgo” por presunto lavado de dinero no solo representa un señalamiento punitivo, sino un mensaje claro al gobierno mexicano: para avanzar en cooperación y acceso a mercados financieros, debe alinearse con las expectativas de Washington en temas como el combate al tráfico de fentanilo y al crimen organizado.
3. La sorpresa como ventaja táctica
En la diplomacia estadounidense, el elemento sorpresa se utiliza para definir el ritmo y el terreno de la negociación frente a un interlocutor que ya se encuentra en desventaja, obligado a reaccionar en lugar de proponer. Washington marca el compás y el escenario de las conversaciones. México, al verse forzado a responder a hechos consumados, pierde margen de maniobra y la oportunidad de construir de forma ordenada su propia narrativa política.
4. La presión distribuida como estrategia integral
Tradicionalmente, la política de Estados Unidos hacia México se coordinaba desde la Casa Blanca y el Departamento de Estado. Existía una ventanilla única de atención para asuntos de México, que luego abría el acceso a otros actores. Hoy, en cambio, la presión se distribuye entre múltiples ejecutores: el Departamento del Tesoro, la Fiscalía General, el Departamento de Comercio, el Departamento de Seguridad Nacional (incluyendo ICE), la Secretaría de Agricultura, la Oficina del Representante Comercial (USTR) y otras agencias federales. Cada una emite señales —listas de sanciones financieras, restricciones a importaciones agroalimentarias, aranceles, investigaciones penales, controles migratorios o anuncios de operativos fronterizos— que, aunque fragmentadas en su origen, confluyen para intensificar la presión sobre México. Este enfoque multipolar genera una red de palancas difícil de contrarrestar con una única respuesta diplomática.
En conjunto, estos cuatro elementos configuran un enfoque de presión sistémico y coherente en la política exterior de Estados Unidos. Lejos de ser medidas aisladas, operan en sinergia para forzar a México a negociar bajo criterios establecidos por Washington.
En el juego México–Estados Unidos, las porterías son múltiples, cada una con un equipo estadounidense entrenado para meter goles, mientras que México carece de suficientes porteros y defensas para detenerlos. Reconocer esta lógica multinivel y multitemporal es esencial para que nuestro país desarrolle contrapesos efectivos, diversifique sus alianzas y anticipe los movimientos diplomáticos que dan forma a la relación bilateral. Si no entiende que el adversario juega en múltiples frentes, con distintas reglas y a distinta velocidad, la diplomacia mexicana seguirá atrapada en una partida que no controla y, en diplomacia, el que siempre responde... ya está perdiendo.
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Nota del editor: Antonio Ocaranza Fernández es CEO de OCA Reputación. Síguelo en Twitter y/o en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.