Y tres, el presidente no quiere que el semáforo de la Ciudad de México cambie al rojo. Sería una señal de que algo ha salido muy mal con la gestión de la epidemia y de que su triunfalismo fue prematuro e infundado, además de que el impacto económico de la medida podría traducirse en un costo político importante en año electoral.
La evolución de la epidemia, sin embargo, no deja lugar a dudas: la ciudad está peor –en términos de hospitalizaciones y contagios– que cuando estuvo en semáforo rojo durante mayo y junio pasados. A este paso es cuestión de días para que se desborde la capacidad de los hospitales y del personal médico para atender a los enfermos. No hay otra manera de decirlo: lo que se está gestando este diciembre en la capital es una verdadera catástrofe sanitaria.
Es muy fácil culpar a la gente de no obedecer las indicaciones de las autoridades, pero la experiencia muestra que dichas indicaciones son más eficaces cuando se comunican con claridad y se acompañan con decisiones que las apuntalan. La gente no nada más escucha lo que las autoridades dicen, también observa lo que hacen. Si el exhorto de evitar salir salvo para lo indispensable no se refuerza con mensajes no verbales consistentes y que transmitan la gravedad de la situación, con apoyos económicos para ayudar a los negocios y a la población más vulnerables, o con el cierre de espacios y la cancelación de actividades no esenciales, mucha gente seguirá saliendo. ¿Por qué? Porque quiere, porque tiene que, porque puede.