Además, como escribió Julia Marcus hace unos días en The Atlantic , “muy pocos quieren contagiarse o contagiar a otros. Cuando las personas asumen riesgos, a menudo eso refleja una necesidad insatisfecha: de recursos, de cercanía social, de información precisa sobre como protegerse a sí mismas. Reconocer y atender esas necesidades puede contribuir a reducir esas conductas arriesgadas; nomás regañar a las personas, no […] Los virus no son agentes morales, contagiarse no es un defecto personal”.
De momento, el gobierno de Claudia Sheinbaum tiene una alternativa: cambiar el color del semáforo. Si no la usa es porque está aceptando las presiones políticas de López Obrador o de intereses económicos (de cúpulas empresariales, asociaciones de comerciantes, líderes del ambulantaje, etc.) que quieren aprovechar al máximo las ventas de la temporada decembrina. Pero no es una fatalidad, es una decisión: ella está optando por ceder, es decir, por no ejercer la autoridad del cargo para el que fue votada.
El presidente nunca quiso hacer suyo el costo financiero de implementar apoyos para un confinamiento más efectivo, pero tampoco quiere cargar con el costo electoral de volver al rojo. Hay muchos intereses que no quieren absorber, a su vez, el costo económico de nuevos cierres y restricciones. La jefa de gobierno no quiere encajar el costo político de quedarle mal al presidente ni a esos intereses. El desenlace, criminal pero lógico, es que todos esos costos se le terminen trasladando a la sociedad y se paguen con más contagios, más vidas y con el insidioso estigma de no estar haciendo caso.
Al final, tenemos un gobierno que nos convoca a gobernarnos a nosotros mismos porque no quiere asumir el costo de gobernar. Y lo pagaremos con nuestra salud.
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