Desde que los griegos diseñaron la democracia y los principales países occidente la reinterpretaron en su formato representativo, la regla de las mayorías se ha planteado como un método eficiente para resolver preguntas comunes a todas las sociedades: ¿qué decisión?, ¿qué gobernante o qué partido político preferimos por encima de otros? Las mayorías que se expresan de manera libre, en efecto, reflejan con cierta nitidez las preferencias ciudadanas en un momento determinado.
Sin embargo, los propios griegos encontraron un enorme riesgo en su invención política. En el siglo II a.c., Polibio clasificó a la oclocracia (gobierno de las mayorías sin límites ni orden) como la peor forma de gobierno posible a la que podía llegar una ciudad. Incluso, uno de los más férreos defensores modernos del gobierno mayoritario (Juan Jacobo Rousseau) expresó su temor ante un dislocamiento entre la voluntad que expresa la mayoría del pueblo y las decisiones que terminan tomando aquellos que fueron apoyados por la mayoría para conformar el gobierno. A ello, Stuart Mill agregó que las mayorías representan uno de los mayores riesgos para los individuos quienes quedan desprotegidos contra la tiranía de una opinión supuestamente respaldada por los muchos.