Distingamos. El desplegado no es una queja por la reducción de la publicidad oficial, no contiene una sola palabra al respecto. Tampoco es un esfuerzo por, tomen aire mis lectores, “reinstaurar el monólogo y la verdad única que imperó hasta hace dos años bajo el corrupto régimen neoliberal y el aparato mediático oligárquico, en el que muchos de los firmantes aparecían como amos y señores del pensamiento, el análisis y la crítica que imponía un monólogo legitimador de saqueos, violencia de Estado, corrupción, frivolidad y desaseo electoral”. ¿Cuáles de las escasas 227 palabras del desplegado avalan esa fantasía conspiratoria, esos borbotones de indignación y esa oratoria tan ampulosa?
Pido que seamos capaces de identificar los medios con que se limita la libertad de expresión. En la actualidad, el discurso del presidente es uno de ellos. Lo que busca el desplegado no es amordazarlo, sino exigirle que se conduzca con la civilidad a la que su investidura lo obliga. ¿Acaso es pedir demasiado?
Señalar los errores y excesos en los que incurre una persona que ejerce el poder no es sinónimo de denostarla. Pero que esa persona utilice su poder para denostar a quien se los señala sí es sinónimo de intolerancia. La creciente incapacidad del lopezobradorismo para responder a las críticas sin insultos ni descalificaciones es evidencia de que se está quedando sin argumentos y datos para replicarlas. Es, sí, un aviso de que esas críticas tienen fundamento, de que las cosas no van bien. Defender la libertad de expresión en un escenario así es defender el derecho a disentir de un discurso presidencial que quisiera ser incuestionable justo cuando resulta cada vez más insostenible.
Es cierto que las amenazas de antes eran diferentes a las de ahora. Lo que está en juego, sin embargo, es lo mismo: a ningún poderoso le ha gustado nunca que le digan sus verdades. Ni ayer, ni hoy. Tampoco mañana.
___________________
Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.