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¿Por qué defender la libertad de expresión?

Señalar los errores en los que incurre quien ejerce el poder no es sinónimo de denostarla. Pero que esa persona utilice su poder para denostar a quien se los señala sí es sinónimo de intolerancia.
mar 22 septiembre 2020 11:59 PM
(Obligatorio)
En la conferencia mañanera, el presidente mostró un desplegado de personalidades en su contra.

México nunca ha sido un país en el que esté plenamente garantizada la libertad de expresión. No lo fue antes, tampoco lo es ahora.

Las formas de amenazar la libertad de expresión han cambiado con el tiempo. Una cosa fue pipsa, la entidad paraestatal que monopolizó la importación, producción y distribución de papel entre mediados de los años treinta y finales de los ochenta; otra cosa es la “tecno-artillería política de las redes sociales” (el término es de Rossana Reguillo ), mediante la cual se manipulan tendencias –impulsando algunas y acallando otras–, se orquestan ataques o defensas del gobierno y de grupos, causas o personas.

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Las amenazas también son muy variadas: el amago de no renovar la concesión pública de un medio de comunicación; la falta de políticas eficaces para investigar y reducir la violencia contra los periodistas; la inacción de las autoridades frente a la toma violenta de las instalaciones de un periódico, un canal de televisión o una estación de radio, o el manejo discrecional del gasto en publicidad oficial. Finalmente, no es lo mismo una carrasposa llamada telefónica desde Los Pinos en la que un funcionario sugiere “ya bájenle” que una mención explícita en la conferencia matutina desde Palacio Nacional, denigrando a la prensa porque “no se porta bien”, difunde “propaganda del hampa del periodismo” o es un “pasquín inmundo”.

Las enlisto porque cada una importa. Tienen su historia, intención y contexto. Unas son más sutiles o veladas, otras más burdas o transparentes. Sin embargo, debemos ser capaces de reconocer que todos constituyen mecanismos para ejercer presión: para intimidar, para hostigar, para interferir directa o indirectamente con el ejercicio de la libertad de expresión.

El desplegado de la semana pasada fue un intento –exitoso, a juzgar por las reacciones– de advertir a la opinión pública. Por un lado, sobre la manera en que el discurso del presidente estigmatiza y difama a quienes publican noticias que le desagradan o formulan críticas a su gobierno. Por el otro, sobre cómo dicho discurso se inserta en un modus operandi más amplio que ya incluye la desatención de múltiples reclamos sociales y la hostilidad contra órganos autónomos, contrapesos institucionales y los sectores cultural y científico. La advertencia es que López Obrador asedia a las voces que no le son favorables en un patrón que está menoscabando la responsabilidad, el pluralismo y la institucionalidad democráticas.

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Distingamos. El desplegado no es una queja por la reducción de la publicidad oficial, no contiene una sola palabra al respecto. Tampoco es un esfuerzo por, tomen aire mis lectores, “reinstaurar el monólogo y la verdad única que imperó hasta hace dos años bajo el corrupto régimen neoliberal y el aparato mediático oligárquico, en el que muchos de los firmantes aparecían como amos y señores del pensamiento, el análisis y la crítica que imponía un monólogo legitimador de saqueos, violencia de Estado, corrupción, frivolidad y desaseo electoral”. ¿Cuáles de las escasas 227 palabras del desplegado avalan esa fantasía conspiratoria, esos borbotones de indignación y esa oratoria tan ampulosa?

Pido que seamos capaces de identificar los medios con que se limita la libertad de expresión. En la actualidad, el discurso del presidente es uno de ellos. Lo que busca el desplegado no es amordazarlo, sino exigirle que se conduzca con la civilidad a la que su investidura lo obliga. ¿Acaso es pedir demasiado?

Señalar los errores y excesos en los que incurre una persona que ejerce el poder no es sinónimo de denostarla. Pero que esa persona utilice su poder para denostar a quien se los señala sí es sinónimo de intolerancia. La creciente incapacidad del lopezobradorismo para responder a las críticas sin insultos ni descalificaciones es evidencia de que se está quedando sin argumentos y datos para replicarlas. Es, sí, un aviso de que esas críticas tienen fundamento, de que las cosas no van bien. Defender la libertad de expresión en un escenario así es defender el derecho a disentir de un discurso presidencial que quisiera ser incuestionable justo cuando resulta cada vez más insostenible.

Es cierto que las amenazas de antes eran diferentes a las de ahora. Lo que está en juego, sin embargo, es lo mismo: a ningún poderoso le ha gustado nunca que le digan sus verdades. Ni ayer, ni hoy. Tampoco mañana.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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