Ante el ascenso de la oposición, y como antesala a los gobiernos sin mayoría, en julio de 1994 se aprobó una reforma para cambiar aquel formato faraónico del informe presidencial. Dichas modificaciones plantearon que antes de que el Presidente de la República acudiera a presentar su informe en la apertura del primer periodo de sesiones de cada año legislativo, un integrante de cada una de las bancadas del Congreso podría hacer uso de la palabra hasta por 15 minutos. Con esto, los legisladores no podrían interrumpir el mensaje del Ejecutivo una vez que éste hubiera iniciado. Asimismo, se les dio a las cámaras la atribución expresa de estudiar el informe presidencial dividendo su análisis en temas de política interior, económica, social y exterior. Y el resultado de dicho estudio se enviaría en sus versiones estenográficas a la oficina del Ejecutivo.
Posteriormente, el 15 de agosto de 2008 se publicó una reforma que eliminaba la obligación del Presidente de asistir físicamente a la apertura de sesiones ordinarias del Congreso General, pero se mantenía su responsabilidad de presentar un informe anual escrito ante la soberanía parlamentaria. De igual modo, se les concedió a los órganos del congreso la facultad para solicitar por escrito al Ejecutivo, la ampliación del informe, así como la posibilidad de citar secretarios de Estado y titulares de entidades paraestatales a comparecer bajo protesta de decir verdad.
Ante el fin del presidencialismo, la negociación de diversas reformas al formato del informe y con el ascenso de una nueva fuerza política con mayoría en el Congreso a partir de 2018, cabe preguntarse ¿qué utilidad tiene esta institución el día de hoy?
Para empezar a responder, apuesto doble contra sencillo a que muy pocos de quienes leen esta columna saben que el Senado de la República ha llevado a cabo la glosa completa del informe. Y que en la Cámara de Diputados ya se desahogó el rubro de política económica, faltando por analizar esta semana los temas de política social y exterior.