En los ritos de Palacio se han rescatado los viejos símbolos desde donde se dicta el sermón patrio. Sus rincones impregnados de historia escenifican los mecanismos de comunicación que articulan y transmiten los nuevos sentimientos de la nación como la apuesta más importante para mantener la legitimidad del actual inquilino.
Pero es en el espacio abierto donde el presidente despliega toda su potencia de símbolo político. Es en el dispositivo ritual del mitin donde se encuentra la posibilidad de la escenificación del cuerpo, la encarnación del poder que se puede observar y tocar. Es ahí donde el embrujo de las palabras rinde frutos. El mitin tiene un efecto identitario que no se alcanza con la comunicación digital, que si bien tiene un impacto expansivo, debilita el lazo comunitario. Por eso López Obrador anhela la plaza pública, a donde ansía regresar para hacer más eficiente el proceso de legitimación política al que está obligado frente a la embestida de sus detractores y la crisis de gobierno que ya lo alcanzó.
La reinvención del presidencialismo mexicano a través de una nueva liturgia del poder basada en la polarización y en la constante legitimación de su representación simbólica, conlleva una arriesgada apuesta que determinará el éxito o el fracaso de la perdurabilidad de Andrés Manuel López Obrador como icono patrio en un amplio sector de la población, o dará paso a la caricatura de su propia mitología. El riesgo es mayúsculo y el mandatario lo asume desde un atril de Palacio en una mañanera o en encuentros cara a cara en sus rutinarias giras por el país, poniéndose a prueba cada día como símbolo nacional.
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Nota del editor: Jorge Torres escritor y periodista; es autor de Nazar, la historia secreta y Cisen, auge y decadencia del espionaje mexicano, ambos de editorial Debate.
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