En esta entrega quisiera postular otro escenario, digamos, adicional. Porque el abstencionismo es un problema, sí, pero no un resultado: aunque acudan a votar pocas personas, habrá ganadores y perdedores. La pregunta, en consecuencia, es qué tipo de lógica puede terminar imperando en una elección con altos niveles de abstencionismo.
Entrevistada para esta columna, la estratega electoral Giselle Pérezblas lo pone en los siguientes términos: “El voto de castigo se da cuando la gente ya racionalizó el golpe de realidad, está enojada y busca derrumbar un sistema, no cuando está desesperada tratando de sostener los pedazos de su vida. En una situación de tanta incertidumbre y zozobra como la que estamos viviendo, es más factible la inmovilidad que la movilización”. ¿Y eso a quién beneficia y a quién perjudica?
La respuesta inmediata, típica de la intuición electoral, es que el abstencionismo favorece a los partidos que tienen más “maquinaria política”. ¿Qué quiere decir eso? Una combinación de arraigo territorial, militancia, redes clientelares o corporativas y, sobre todo, recursos y personal para “aceitar” esos engranes. Sin embargo, en esta coyuntura, con una epidemia tan catastróficamente disruptiva, un sistema de partidos colapsado, y un “partido” en el poder carcomido por disputas entre sus distintas figuras y corrientes, esa intuición merece ser repensada. No tanto por la idea de las “maquinarias políticas” –que siguen existiendo y, aunque maltrechas, seguirán funcionando–, sino por la asociación casi automática que solemos hacer entre “maquinarias” y partidos.