En poco más de 15 días en México ocurrieron varios incidentes violentos serios: el homicidio de siete personas en una casa –incluidas una mujer, una mujer embarazada y una niña de dos años– en Celaya, Guanajuato; el abandono de 10 cuerpos de hombres víctimas de homicidio doloso en Caborca Sonora, la masacre de 27 personas en un centro de rehabilitación para personas con consumo problemático de sustancias psicoactivas en Irapuato, Guanajuato; la masacre de hombres y mujeres integrantes de pueblo Ikoots en San Mateo del Mar, Oaxaca, y el atentado al secretario de Seguridad Ciudadana del Gobierno de la Ciudad de México con la participación de más de 28 personas contratadas como sicarios y el asesinato de tres personas, incluida una mujer.
Economía y seguridad: de cara al laberinto

Cada uno de estos hechos, por sí mismo, tendría que llevarnos a un punto de inflexión, tanto en la percepción como en la acción en materia de seguridad. No será así. Si algo ha quedado claro con otros sucesos similares es que, por más brutales que sean, con la excepción de las víctimas directas e indirectas de los mismos, la mayoría de la población y de las autoridades de todos los órdenes de gobierno y poderes de la unión se olvidan en un par de días o semanas. Así ocurrió en los casos de Culiacán, Le Baron, Salamanca, Minatitlán, Tlahuelilpan, Nochixtlán, Ayotzinapa, Tlatlaya, Tanhuato, Allende, San Fernando, Casino Royal y Villas De Salvárcar por mencionar solo algunos. Eso es grave.
Máxime, porque estos eventos violentos no ocurren de manera aislada. Estamos inmersos desde hace una década y media –a pesar de dos alternancias y tres partidos políticos en el gobierno federal– en una realidad de violencias múltiples, entrelazadas, que escalas y se retroalimentan. Y el escenario al que se enfrenta México para los próximos meses y años es sumamente delicado. No solo por la probabilidad de que se repitan y agudicen incidentes de alta visibilidad e impacto como los mencionados. Sino por la inseguridad, tanto pública como ciudadana, que ya existía en el país y que se va a agravar y profundizar con el manejo previo y la desaceleración económica relacionada con la pandemia por SARS-COV-2.
La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) T1-2020, que correspondía a la primera quincena de marzo, refleja que en promedio 73.4% de la población de 18 años o más ya consideraba inseguro vivir en su ciudad. Además, 32% consideraba que en los próximos 12 meses la delincuencia empeoraría y 34.5% consideraba que seguiría igual. Dado la percepción que ya se tenía, la expectativa de seguir igual no es positiva (1). Estos datos aún no reflejan el efecto de la emergencia sanitaria por COVID-19, ni de las medidas de prevención y mitigación que se han tomado para enfrentarla, en la percepción de seguridad e inseguridad. La actualización de estos resultados será hasta el 15 de julio. Habrá que estar atentas a las variaciones por ciudad tanto en percepción de inseguridad actual como en la expectativa para los próximos 12 meses. Mi hipótesis es que en ciudades como Cancún y Tijuana ambas empeorarán significativamente.
La combinación entre casos confirmados y defunciones y la precarización y pérdida de empleos son aspectos que se pueden traducir en factores de riesgo de violencias y delincuencia tanto común como organizada. Lo primero porque tener a una persona contagiada y enferma por COVID-19 supone costos para los hogares –costo de oportunidad para trabajar, transportación y traslado a un centro de salud con capacidad hospitalaria, permanencia en un lugar distinto al de residencia, pago de estudios adicionales y medicamentos no provistos, entre otros– en un contexto de ausencia o insuficiencia de políticas públicas y redes de protección que permitan paliar los efectos de la reducción o eliminación de los ingresos por la pandemia.
Si la persona contagiada y enferma desafortunadamente fallece, ello exige un replanteamiento de roles entre las personas que integran el hogar y comúnmente agrava la carga sobre las niñas, jóvenes y mujeres que ya enfrentan otras desigualdades por razón de género en el ámbito familiar, laboral, escolar y comunitario. Lo segundo porque hemos construido una sociedad en la que el incumplimiento en el respeto y garantía de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de todas las personas les orilla a depender de un trabajo para acceder a servicios de salud, a la alimentación, a una vivienda, al agua, a seguridad social, a un crédito, a educación, a la recreación y a otros satisfactores de necesidades básicas.
Ahora, hay personas que trabajan pero tienen un ingreso laboral inferior al costo de la canasta alimentaria, es decir, enfrentan pobreza laboral. Estas son el 35.7% (2) de la población ocupada. Hay personas que trabajan pero lo hacen en la informalidad, son 1 de cada 2. Hay personas que trabajan y no reciben el mismo salario que otras personas que hacen el mismo trabajo; personas que trabajan y no reciben remuneración por dicho trabajo; personas que están desocupadas y personas que no están económicamente activas.
En todas estas situaciones que aumentan la condición de vulnerabilidad ante la contingencia sanitaria y la desaceleración económica se encuentran, principalmente, las mujeres, las personas adolescentes y jóvenes, las personas adultas mayores, las personas indígenas y afromexicanas y las personas con discapacidad. Es decir, quienes ya afrontaban discriminación institucional y desigualdad estructural.
La pobreza no está ligada a la comisión de delitos. Es indispensable que no caigamos en el juego de estigmatizar y criminalizar a las personas que se encuentran en esa situación. Lo que sí incrementa la probabilidad de que las personas se involucren en procesos violentos es la desigualdad.
Y la pandemia ha visibilizado y profundizado desigualdades preexistentes –de carácter socioeconómico, territorial, espacial y de género– y, probablemente, ha creado otras –como las que pudieran estar asociadas al acceso y uso de tecnologías de la información y la comunicación y a las habilidades digitales–.
Estamos de cara al laberinto. No podemos aceptar discursos simplistas ni promesas fáciles ante problemáticas completas. La reactivación económica no puede desligarse de las responsabilidades y obligaciones tanto de las autoridades como de las empresas.
Los empleos que se mantengan y los que se generen deben asegurar –como mínimo– que dichos trabajos sean dignos, libremente escogidos y aceptados, que las personas que trabajan reciban una remuneración, que ésta sea igual a trabajo igual, que permita cubrir el costo de la canasta alimentaria y no alimentaria, que les permita vivir tanto a las personas trabajadoras como a sus familias, que no sean trabajo infantil, trabajo forzoso ni explotación laboral y que asegure la integridad física y mental de las personas trabajadoras. Y vamos a tener que pensar y exigir que se respeten y garanticen todos los derechos de todas las personas, incluido el derecho a la seguridad, tengan o no un empleo.
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Notas:
1. ENSU 2020, presentación ejecutiva https://www.inegi.org.mx/contenidos/programas/ensu/doc/ensu2020_marzo_presentacion_ejecutiva.pdf
2. Según el CONEVAL en 11 de las 32 entidades federativas la pobreza laboral aumentó entre enero y marzo del 2020 –antes de la declaratoria de emergencia por SARS-COV-2– https://www.coneval.org.mx/Medicion/Paginas/ITLP-IS_resultados_a_nivel_nacional.aspx
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Nota del editor: la autora es feminista, Fundadora y Directora General de Cohesión Comunitaria e Innovación Social A.C.
Las opiniones de este artículo son responsabilidad única de la autora.