El episodio en Conapred sintetizó el drama que hoy vivimos. Tenemos un gobierno que prefiere desaparecer aquello que desconoce, no entiende o le estorba y que está basado en la visión de una sola persona. La insistencia de desaparecer a los organismos autónomos no es un asunto de economizar recursos, sino de la manera en la que AMLO concibe el poder presidencial y el modelo re-centralizador que éste tiene en mente para el país. Por eso también preocupa su posterior crítica sobre la utilidad del INE y la advertencia de que el “se va a convertir en guardián” de las elecciones.
En su célebre ensayo “El Presidencialismo Mexicano”, Jorge Carpizo condensó la esencia de lo que fue el régimen posrevolucionario. El presidente de la República centralizó el poder, como columna vertebral: organizaba las elecciones o regulaba los medios de comunicación a través de la Segob, manejaba la política monetaria mediante el Banco Central o vigilaba la competencia y los monopolios a través de la Secretaría de Economía. A la vez, era el jefe del partido de Estado.
A finales del siglo XX, nuevos procesos sociales dieron paso a la transición democrática y con ella a la competencia electoral. Restarle “poder” al presidente fue parte de ese proceso, cuyo episodio estelar fue la creación del Instituto Federal Electoral que despojó a la Segob de la facultad de organizar las elecciones.
La creación de órganos autónomos no fue un mero capricho, sino la vía institucional para descentralizar el poder del viejo régimen –centralizado en una sola persona– hacia otras instancias, para permitir la participación con mayores libertades a partidos políticos, actores sociales y representantes económicos. Este nuevo andamiaje con más jugadores también trajo consigo una nueva –aunque aún incompleta– distribución de pesos y contrapesos.