En una de las imágenes se ve a un niño pequeño hincado en el piso de una camioneta. Lleva una camisa roja y pantalones de mezclilla, el pelo rubio de la nuca enmarcándole la cabecita infantil. Con su mano izquierda, inerte, abraza todavía el asiento trasero, que tiene manchas de sangre.
En otra fotografía aparece una mujer, el pelo rubio revuelto, el cuerpo arrumbado hacia la derecha en el asiento del conductor. La mano derecha, también salpicada de sangre, se posa sobre la consola central. Da la impresión de que la mujer ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar ante la violencia súbita. La pantalla de su camioneta todavía brilla, iluminando cientos de pedazos de vidrio en el piso y el asiento del copiloto.
Son las imágenes del pavor, del México de este 2019. Un país tomado, ahora y desde hace tiempo.
Pero no todo lo que encontré en esas imágenes hablaba de desesperanza y dolor. Ahí estaba también un video breve, en el que un hombre encuentra a una pequeña niña, de apenas siete meses de edad, intacta, aún sentada en su silla para bebé. “Encontramos a una bebé viva”, dice el hombre. “Su mamá está muerta”.
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