Siempre me ha fascinado ese relato decimonónico de Hans Christian Andersen. Por el contraste entre la modesta simplicidad de su trama y la profunda verdad que pone al descubierto. Por tratarse de un divertido cuento infantil y, al mismo tiempo, de una brillante meditación sobre los absurdos del poder.
Pero lo más interesante no son los tópicos de la vanidad del emperador ni del ingenio de los estafadores. Son la psicología de la corte y de la calle, el símbolo del niño y, sobre todo, el final: la desconcertante decisión del emperador de mantener la farsa a pesar de haber quedado tan exhibido –en hacer, digamos, como si tuviera otros datos–.
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La corte se suma a la simulación por una mezcla de lealtad, inseguridad y conveniencia. Nadie se atreve a poner en entredicho la premisa de que la tela tenía esa cualidad de volverse invisible para los incompetentes o los estúpidos, a pesar de que sus ojos la refutan, porque saben que la corona la ha dado por cierta.
Los funcionarios dudan, entonces, de sí mismos. No resuelven la duda sino que anticipan sus consecuencias y optan, entonces, por actuar conforme al interés de su propia supervivencia. Así lo reflexiona, con una lógica transparente, uno de los ministros: “¡Santo cielo, no veo nada! ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído. Nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela.”