No hay manera de disimularlo: el grupo de los técnicos progresistas ha caído de la gracia de López Obrador al punto de que ya los equipara con los conservadores, los neoliberales, los tecnócratas, en fin, ya se sabe, con los villanos de su relato. Hay algo muy injusto, incluso ingrato, aunque acaso inevitable en todo ello. En una carpa tan amplia y diversa como la lopezobradorista, luego de una victoria tan holgada y con un estilo de liderazgo tan vertical como el de López Obrador, era previsible que la disciplina se impusiera por encima de la deliberación. Y que los sectores de perfil más técnico y progresista fueran los primeros en sentirse fuera de lugar en un gobierno que toma decisiones tan arbitrarias, improvisadas e indiferentes a la evidencia.
¿Por qué? Postulo la hipótesis del eslabón más débil. Porque se trata de un grupo compuesto por profesionales con prestigio académico, independencia de criterio e integridad personal; pero, al mismo tiempo, con poca experiencia, sin muchos aliados ni base social propia. Se sumaron al lopezobradorismo para acceder al poder e impulsar un proyecto de cambio estructural que fortaleciera las finanzas públicas, reconstruyera las capacidades institucionales del Estado, promoviera la calidad del gasto e impulsara una agenda de redistribución de la riqueza y acceso efectivo a los derechos.
Cada vez está más claro, sin embargo, que el proyecto prioritario del presidente no es ese, sino el establecimiento de un nuevo esquema de centralización y control político. Quizás sólo era cuestión de tiempo para que López Obrador interpretara la inconformidad de dicho grupo no como resultado de las disonancias de su presidencia, sino como un desafío a su autoridad.
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Ellos se equivocaron creyendo que López Obrador sería más progresista de lo que en realidad es. Pero el presidente se equivoca aún más si cree que por estar tan “aflojado en terracería” su administración puede prescindir del compromiso progresista y la solvencia técnica de esos cuadros. Porque sin ellos la viabilidad del proyecto de cambio estructural queda en entredicho: sin especialistas que sepan cómo implementarlo, a merced de otros grupos con otros intereses, debilitado frente a las inercias o presiones del statu quo y, sobre todo, en manos de un liderazgo más ocupado en concentrar poder que en gobernar. Hay algo muy preocupante, de veras ominoso, en que López Obrador se conduzca así: como si los técnicos progresistas solo le sirvieran cuando se le cuadran y lo legitiman con su prestigio, mas dejaran de servirle cuando hacen valer su independencia o su integridad atreviéndose a disentir de él.
¿Qué cabe esperar de un gobierno en el que profesionalismo termina siendo sinónimo de deslealtad?
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