Este primero de septiembre se instaló la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación. Fuimos testigos de actos simbólicos, gusten o no, que acompañaron la renovación del máximo tribunal: ceremonias para “purificar” a la Corte y la entrega de “bastones de mando” a los ministros. Estas ceremonias, inéditas, representan un intento por reconocer, cuando menos en apariencia, la diversidad cultural del país y reconocer la cosmovisión indígena como parte del entramado nacional.
#ColumnaInvitada | La nueva cara simbólica de la justicia en México

En México, hablar de justicia para los pueblos indígenas es enfrentarse a una paradoja. La Constitución reconoce la existencia de sus sistemas normativos, pero la realidad cotidiana refleja que millones de indígenas siguen excluidos del acceso efectivo a los tribunales. La discriminación estructural, las barreras lingüísticas, la falta de representación y la distancia geográfica son algunos de los factores que explican por qué, en pleno siglo XXI, la justicia aún no llega a los rincones donde habitan las comunidades indígenas.
La Suprema Corte es presidida por primera vez en más de siglo y medio por un jurista indígena, Hugo Aguilar Ortiz. Su nombramiento evoca inevitablemente la memoria de Benito Juárez, también indígena, quien encabezó la Corte en el siglo XIX. La pregunta es inevitable: ¿qué tan lejos puede llegar este cambio simbólico y qué impacto real puede tener en el acceso a la justicia de los pueblos originarios?
La llegada de Aguilar a la presidencia de la Corte es un acontecimiento con un peso simbólico incuestionable. En un país donde más de 23 millones de personas se identifican como indígenas, ver a un indígena presidiendo la Suprema Corte no es un detalle menor. Significa reconocimiento, visibilidad y la posibilidad de impulsar una agenda que coloque la justicia intercultural en el centro del debate jurídico nacional. El riesgo, sin embargo, es claro: que la representación y los símbolos se queden en la superficie y no se traduzcan en políticas, programas y transformaciones reales para las personas.
Por ejemplo, miles de indígenas enfrentan procesos penales sin traductor, lo que constituye una violación directa al debido proceso. Acercar la justicia al indígena significa garantizar intérpretes en todas las lenguas indígenas, la inclusión de peritos culturales y la capacitación obligatoria de jueces, magistrados y defensores públicos en materia de interculturalidad. El presidente de la Corte tiene la oportunidad de promover protocolos nacionales que hagan de esto una obligación institucional y no una opción voluntaria.
La justicia no puede seguir concentrada en las principales poblaciones del país. Se requieren tribunales comunitarios y plataformas digitales en lenguas indígenas para que las comunidades más alejadas tengan acceso real. La Suprema Corte puede marcar una pauta con jurisprudencia que obligue a los poderes judiciales locales a implementar estos mecanismos. Los pueblos originarios son prácticamente invisibles en la estructura judicial. El liderazgo de Aguilar puede ser un catalizador para abrir esas puertas.
Pero si el acceso a la justicia de los pueblos indígenas es una deuda histórica, no es el único sector en situación de desventaja. Las mujeres, las personas con discapacidad, la población LGBTIQ+, las personas privadas de la libertad y los migrantes enfrentan barreras similares: discriminación, estigmatización, falta de traductores, costos procesales y ausencia de defensores capacitados. Este primero de septiembre vivimos una jornada cargada de simbolismos, pero la verdadera transformación del sistema judicial debe considerar a todos estos sectores.
Si la justicia solo se abre para los pueblos originarios, seguirá siendo un privilegio, atenuado, pero no un derecho universal. El desafío del nuevo presidente de la Corte es entender que la inclusión de lo indígena debe ser punta de lanza de un movimiento más amplio de acceso igualitario a la justicia para todas las poblaciones históricamente marginadas.
La presidencia de Hugo Aguilar Ortiz en la Suprema Corte abre una ventana histórica. Pero su impacto dependerá de que el reconocimiento simbólico y los rituales de legitimación se traduzcan en políticas efectivas: validación plena de la justicia indígena, eliminación de barreras lingüísticas y culturales, acceso territorial a los tribunales y representación indígena en la estructura judicial.
La justicia se acercará verdaderamente a los pueblos indígenas, y a todos los sectores vulnerables, cuando tengan reconocimiento pleno de sus derechos, acceso real a los tribunales e impartición de justicia efectiva. Solo entonces podremos decir que México es un país donde la justicia no distingue por lengua, origen, género, discapacidad u orientación sexual, sino que llega de verdad a todas y todos.
En conclusión, México requiere justcia real, no solo ritual.
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Nota del editor: Carlos Enrique Odriozola Mariscal es abogado activista en la defensa de los derechos humanos. Fue candidato a ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la elección del 1 de junio de 2025. Síguelo en redes sociales como @ceodriozolam Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.