La Suprema Corte de Justicia de la Nación discutió el pasado 18 de noviembre la Declaratoria General de Inconstitucionalidad 6/2024, un procedimiento extraordinario mediante el cual el Pleno puede expulsar del orden jurídico una norma que ya ha sido declarada inconstitucional anteriormente. El tema en cuestión no era menor: la eliminación del fondo de ayuda, asistencia y reparación integral para víctimas en la reforma a la Ley General de Víctimas aprobada en noviembre de 2020.
Un voto que nunca llegó: las víctimas y la oportunidad perdida en la Suprema Corte
Pese a que la mayoría del Pleno —cinco ministras y ministros— se pronunció por invalidar la reforma, la decisión no prosperó. La razón es frustrante: para que una declaratoria general surta efectos, el artículo 107 constitucional exige una mayoría calificada de al menos seis votos, requisito que no se alcanzó. Así, aun cuando la mayoría reconoció la regresividad de la norma, la ley se mantiene vigente. Y con ella, la incertidumbre financiera para miles de víctimas que dependen del Estado tras haber sufrido delitos graves o violaciones de derechos humanos.
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La historia de esta controversia se remonta a la reforma de 2020, cuando se modificó la Ley General de Víctimas para suprimir la garantía presupuestal fija destinada a la reparación integral. Antes de la reforma, el Estado estaba obligado a dotar anualmente un fondo específico para garantizar servicios, apoyos económicos y reparaciones. La reforma cambió ese mecanismo por uno mucho más frágil: que el dinero proviniera de la enajenación de bienes decomisados.
A primera vista, puede parecer una alternativa razonable, incluso atractiva políticamente. Pero, en la práctica, representa un retroceso grave: los bienes asegurados y decomisados pueden tardar años en subastarse, su valor es variable, y su administración depende de procesos jurídicos y burocráticos que rara vez tienen como prioridad la atención a las víctimas. El resultado es un sistema que deja a quienes más necesitan ayuda dependiendo de un ingreso incierto, irregular e insuficiente.
Este punto no es menor. La antigua Corte había determinado, en un amparo en revisión, que la reforma era contraria al principio de progresividad y ponía en riesgo la garantía del derecho a la reparación. Ese criterio firme permitió que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos su revisión ante la Corte parar que eliminara la norma con efectos generales para todo el país.
El proyecto, a cargo del ministro Giovanni Figueroa, proponía justamente eso: restablecer la protección presupuestal para las víctimas mediante la expulsión de la norma cuestionada. Durante la discusión, varias ministras y ministros coincidieron en que la reforma debilitó la estructura institucional pensada para atender a quienes han sufrido violencias extremas. Sin embargo, la votación se quedó en cinco apoyos. Faltó uno, para que la declaratoria prosperara.
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La reforma sigue vigente y, con ella, la eliminación del fondo garantizado. Esto implica que la reparación integral —un derecho constitucional— queda supeditada a la disponibilidad de recursos obtenidos por la venta de bienes decomisados.
Al no emitirse la declaratoria, el Congreso no está obligado a reformar la ley. El Legislativo podría, si lo decide, corregir la norma, pero la Corte ya no puede ordenarlo. Esto vuelve a colocar a las víctimas en una situación institucionalmente vulnerable, dependiendo de la voluntad política, no de una obligación constitucional reforzada.
Para quienes litigan casos de víctimas, el escenario tampoco es alentador. El criterio jurisprudencial que declaró inconstitucional la reforma sigue siendo aplicable, pero solo protege a quienes promuevan un juicio de amparo. Cada víctima —que ya enfrenta procesos dolorosos, desgastantes y muchas veces revictimizantes— deberá acudir a tribunales federales para evitar la aplicación de la norma regresiva. La protección que pudo ser generalizada quedó reducida a una lucha individual, caso por caso.
La discusión en la Corte exhibió nuevamente un rasgo estructural del sistema: el Estado mexicano tiene dificultades recurrentes para establecer mecanismos estables, dignos y eficaces para atender a las víctimas. La eliminación del fondo reveló una visión instrumental y administrativa que termina por dejar en segundo plano a quienes más requieren apoyo.
La Corte tuvo en sus manos la posibilidad de corregir un retroceso que afecta a miles de víctimas. La mayoría estuvo de acuerdo, pero el diseño institucional exigía un voto más. Y ese voto nunca llegó. El resultado es una victoria numérica sin efectos reales, una mayoría simbólica que no logra transformar la realidad de las víctimas.
Mientras no se restablezca un fondo garantizado y estable, la reparación integral seguirá siendo una promesa condicionada, una posibilidad incierta y, para demasiadas víctimas, un derecho que nunca llega. El debate de hoy deja claro que la justicia no solo requiere votos: requiere voluntad estructural, y esa sigue siendo la deuda pendiente.
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Nota del editor: Carlos Enrique Odriozola Mariscal es abogado activista en la defensa de los derechos humanos. Presidente del Centro Contra la Discriminación. Síguelo en redes sociales como @ceodriozolam Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.