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Sr. Secretario, Sra. Fiscal, si es terrorismo

Un dueto institucional que prefiere la comodidad jurídica a la honestidad analítica frente a criminalidad sofisticada.
mié 10 diciembre 2025 06:03 AM
coche-bomba
La reclasificación de Coahuayana debe leerse en este contexto: México enfrenta presión simultáneamente desde adentro y desde afuera, donde Washington incrementa la demanda de que Mexico tipifique criminalidad como terrorismo, señala Alberto Guerrero Baena. (Foto: Cuartoscuro.)

El 6 de diciembre de 2025, una explosión sacudió la comisaría de policía comunitaria en Coahuayana, Michoacán. No fue un evento más en la estadística de violencia que adormece a México: fue el detonante de una disyuntiva institucional que revela cómo el Estado mexicano elige la comodidad jurídica sobre la eficacia, precisamente cuando enfrenta presión política internacional sin precedentes.

Cuando la Fiscalía General de la República primero calificó el atentado como terrorismo y luego lo reclasificó como delincuencia organizada, no realizó un ajuste técnico. Cometió un acto de capitulación política disfrazado de rigor legal, en un contexto donde Washington intensifica su demanda de que México tipifique organizaciones criminales como terroristas.

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El contexto geopolítico: la presión de Estados Unidos como factor invisible

Washington ha intensificado, de manera sistemática, su presión diplomática y legislativa para que México enfrente de forma más directa al crimen organizado. La administración estadounidense ha considerado públicamente la catalogación de grupos criminales mexicanos como organizaciones terroristas—una medida que trasciende lo semántico para convertirse en instrumento de política exterior.

Si cárteles mexicanos fuesen designados como entidades terroristas por Washington, México estaría obligado, por tratados de cooperación y por lógica de seguridad hemisférica, a adoptar los mismos protocolos que aplica a cualquier organización designada como terrorista. Esto incluiría sanciones económicas, bloqueos financieros coordinados con el sistema bancario estadounidense, y operaciones de inteligencia conjunta que México difícilmente podría rechazar sin fracturar su relación bilateral con su principal socio comercial.

La reclasificación de Coahuayana debe leerse en este contexto: México enfrenta presión simultáneamente desde adentro—donde la evidencia del atentado demanda respuesta firme—y desde afuera, donde Washington incrementa la demanda de que Mexico tipifique criminalidad como terrorismo.

Pero en lugar de activar esa presión como justificación para fortalecer su respuesta institucional, el Estado mexicano hizo lo contrario: evitó la clasificación terrorista, presumiblemente para mantener márgenes de negociación con estructuras criminales que aún considera manejables dentro del marco de "delincuencia organizada".

El atentado: sofisticación que no puede negarse

Coahuayana no fue un acto de vandalismo urbano. Fue un atentado perpetrado con armas de carácter militar, planificado con precisión quirúrgica, ejecutado contra una instalación de seguridad pública en región disputada. El despliegue operativo—adquisición de explosivos, transporte de armamento militar, reconocimiento del objetivo, coordinación ejecutiva—no surge de la espontaneidad. Es la firma de una red criminal sofisticada.

La narrativa del Secretario García Harfuch—que esto es simplemente una pugna territorial entre cárteles—trivializa un acto que demanda respuesta institucional de otra magnitud. Esa interpretación, cómoda para evitar activar marcos internacionales, deviene insostenible cuando Washington observa atentados con bombas contra instituciones públicas y espera que México responda con toda la envergadura de sus tratados internacionales.

La reclasificación: rendición ante presión dual

La reclasificación como delincuencia organizada en lugar de terrorismo no ocurrió en el vacío institucional. Ocurrió en un momento donde México atraviesa una encrucijada geopolítica: ceder a la presión estadounidense de tipificar criminalidad como terrorismo significaría perder maniobrabilidad política interna, activar mecanismos internacionales que escaparían al control discrecional de la FGR, y aceptar que el Estado no puede gestionar la violencia dentro de categorías domesticadas.

No tipificar como terrorismo, en cambio, permite a México mantener una narrativa de "control institucional" frente a Washington—como si la delincuencia organizada fuese un problema que la seguridad pública puede contener sin necesidad de frameworks internacionales de antiterrorismo. Pero esa narrativa es insostenible cuando bombas explotan contra comisarías.

Lo que ocurrió en Coahuayana fue que México eligió complacer a quienes prefieren que siga siendo "delincuencia organizada"—actores internos que dependen de márgenes de negociación con criminales—a costa de desaprovechar la presión estadounidense que, paradójicamente, podría fortalecer respuesta institucional coordinada.

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Las implicaciones que Washington observa

Cuando Estados Unidos propone designar cárteles como terroristas, no lo hace por capricho retórico. Busca activar mecanismos que México ya ha ratificado en convenciones antiterroristas de la ONU. La congelación de activos, el bloqueo financiero bilateral, la coordinación de inteligencia, el seguimiento de trazabilidad de armas: todo esto ya existe en el marco legal internacional.

La reclasificación de Coahuayana como delincuencia organizada envía a Washington un mensaje incómodo: México prefiere evitar la activación de esos mecanismos. No porque no existan, sino porque su activación requiere un nivel de coordinación institucional interna que México no está dispuesto a demostrar. Esto debilita la posición diplomática mexicana precisamente cuando más necesita legitimidad para negociar con Washington sobre términos de cooperación en seguridad.

Hacia una solución viable: alinear presiones internacionales con capacidad institucional

La solución requiere que México transforme la presión estadounidense en oportunidad estructural, no en amenaza política. Eso significa:

Primero, una revisión de la reclasificación que reconozca la presión internacional como justificación válida para tipificar Coahuayana como terrorismo. No es ceder a Washington; es alinear respuesta nacional con obligaciones internacionales ya contraídas.

Segundo, establecer que criminalidad organizada sofisticada con capacidad para ejecutar atentados armados será tipificada consistentemente bajo protocolos antiterroristas, activando los 18 sistemas institucionales de coordinación que México ya mantiene, pero sin usar.

Tercero, comunicar públicamente que esa decisión fortalece—no debilita—la soberanía mexicana al recuperar el uso de instrumentos legales que México mismo ha ratificado.

La encrucijada de Coahuayana

En Coahuayana explotó más que una bomba: explotó la ficción de que México puede navegar presión estadounidense y sofisticación criminal mediante la evasión jurídica. El atentado reveló que cuando México enfrenta presiones duales—desde adentro y desde afuera—opta por la rendición institucional disfrazada de prudencia.

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Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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