El contexto geopolítico: la presión de Estados Unidos como factor invisible
Washington ha intensificado, de manera sistemática, su presión diplomática y legislativa para que México enfrente de forma más directa al crimen organizado. La administración estadounidense ha considerado públicamente la catalogación de grupos criminales mexicanos como organizaciones terroristas—una medida que trasciende lo semántico para convertirse en instrumento de política exterior.
Si cárteles mexicanos fuesen designados como entidades terroristas por Washington, México estaría obligado, por tratados de cooperación y por lógica de seguridad hemisférica, a adoptar los mismos protocolos que aplica a cualquier organización designada como terrorista. Esto incluiría sanciones económicas, bloqueos financieros coordinados con el sistema bancario estadounidense, y operaciones de inteligencia conjunta que México difícilmente podría rechazar sin fracturar su relación bilateral con su principal socio comercial.
La reclasificación de Coahuayana debe leerse en este contexto: México enfrenta presión simultáneamente desde adentro—donde la evidencia del atentado demanda respuesta firme—y desde afuera, donde Washington incrementa la demanda de que Mexico tipifique criminalidad como terrorismo.
Pero en lugar de activar esa presión como justificación para fortalecer su respuesta institucional, el Estado mexicano hizo lo contrario: evitó la clasificación terrorista, presumiblemente para mantener márgenes de negociación con estructuras criminales que aún considera manejables dentro del marco de "delincuencia organizada".
El atentado: sofisticación que no puede negarse
Coahuayana no fue un acto de vandalismo urbano. Fue un atentado perpetrado con armas de carácter militar, planificado con precisión quirúrgica, ejecutado contra una instalación de seguridad pública en región disputada. El despliegue operativo—adquisición de explosivos, transporte de armamento militar, reconocimiento del objetivo, coordinación ejecutiva—no surge de la espontaneidad. Es la firma de una red criminal sofisticada.
La narrativa del Secretario García Harfuch—que esto es simplemente una pugna territorial entre cárteles—trivializa un acto que demanda respuesta institucional de otra magnitud. Esa interpretación, cómoda para evitar activar marcos internacionales, deviene insostenible cuando Washington observa atentados con bombas contra instituciones públicas y espera que México responda con toda la envergadura de sus tratados internacionales.
La reclasificación: rendición ante presión dual
La reclasificación como delincuencia organizada en lugar de terrorismo no ocurrió en el vacío institucional. Ocurrió en un momento donde México atraviesa una encrucijada geopolítica: ceder a la presión estadounidense de tipificar criminalidad como terrorismo significaría perder maniobrabilidad política interna, activar mecanismos internacionales que escaparían al control discrecional de la FGR, y aceptar que el Estado no puede gestionar la violencia dentro de categorías domesticadas.
No tipificar como terrorismo, en cambio, permite a México mantener una narrativa de "control institucional" frente a Washington—como si la delincuencia organizada fuese un problema que la seguridad pública puede contener sin necesidad de frameworks internacionales de antiterrorismo. Pero esa narrativa es insostenible cuando bombas explotan contra comisarías.
Lo que ocurrió en Coahuayana fue que México eligió complacer a quienes prefieren que siga siendo "delincuencia organizada"—actores internos que dependen de márgenes de negociación con criminales—a costa de desaprovechar la presión estadounidense que, paradójicamente, podría fortalecer respuesta institucional coordinada.