Michoacán es un narcoestado: admitámoslo de una vez
No hay forma delicada de decir esto. Michoacán funciona como narcoestado.
No está capturado parcialmente por actores criminales. Está gobernado por ellos.
La diferencia entre estructura estatal formal y estructura criminal real es tan evidente que negarlo es negacionismo institucional.
El financiamiento de campañas electorales por carteles no es conspiranoico: es documental. Candidatos que llegan al poder con dinero del crimen, legisladores que protegen intereses criminales, policías que cobran de dos nóminas, gobernadores que promueven planes de seguridad mientras negocian con criminales. Esto no es teoría. Es la estructura de poder real en Michoacán.
Cuando el crimen organizado financia la campaña de un gobernador, no busca represión: busca acceso. Acceso a información de operativos, acceso a protección policial selectiva, acceso a territorios de operación garantizados. El gobernador Ramírez Bedolla promociona transformación estatal mientras esta estructura de captura determina donde llega la seguridad pública y donde no. Coahuayana no llegó. Coahuayana es territorio donde el crimen tiene acceso sin interferencia.
La prueba más brutal de esta captura es que en Michoacán funcione un modelo de policía comunitaria no por fortaleza estatal, sino por ausencia definitiva de ella. Civiles armados defienden sus propias comunidades porque el Estado renunció. Y cuando esos civiles son atacados, la respuesta estatal es... un plan de seguridad celebrado en la capital. Es obsceno.
Coahuayana: El territorio perdido
Coahuayana no es accidental en el mapa de Michoacán. Es periférico en acceso, marginal en presencia política, invisible en prioridades electorales. Esto es importante porque la ausencia de seguridad en Coahuayana no es accidente de implementación: es consecuencia de decisiones de priorización política.
Un gobernador, una administración estatal, recursos federales: estos existen. La pregunta no es si hay capacidad de llegar a Coahuayana. La pregunta es por qué no llegan. Y la respuesta más probable es que llegar requiere enfrentar actores criminales locales que el gobernador, capturado o cómplice, prefiere no enfrentar. Es más fácil celebrar planes en Morelia y Palacio Nacional que combatir en territorios donde la presencia estatal costaría dinero, vidas políticas, y revelaría demasiado sobre quién realmente gobierna.
La invisibilidad de Coahuayana tiene función: facilita operación criminal. Mientras los reflectores mediáticos están en municipios metropolitanos o de alta presencia turística, el crimen opera sin interferencia en costas olvidadas. Y cuando algo falla —cuando hay un atentado que sí sale en noticias— la respuesta es clasificarlo, investigarlo desde afuera, pero nunca resolver el problema de fondo: que en Michoacán hay territorios donde el Estado no puede llegar porque el Estado es el crimen.
La clasificación de terrorismo: palabras en un estado desarmado
La FGR clasificó el atentado como terrorismo.
Jurídicamente es correcto. Operativamente es irrelevante. En un estado donde las instituciones de seguridad están capturadas, donde la investigación debe ocurrir en territorio controlado por crimen, donde no hay aparato persecutorio independiente, clasificar algo como terrorismo es acto de enunciación sin poder.
Esto genera consecuencias devastadoras:
Primero, rea expectativas de persecución que no ocurrirá. La FGR no tiene capacidad de investigación en Coahuayana.
¿Quién recolecta evidencia en un territorio donde la policía local está capturada?
¿Quién protege a testigos?
¿Quién garantiza que investigadores federales pueden operar sin interferencia criminal?
Segundo, la clasificación de terrorismo en contexto de debilidad estatal se convierte en herramienta represiva contra civiles. Cuando no hay capacidad real de perseguir, se persigue a disponibles. Activistas locales pueden ser acusados de terrorismo. Miembros de policía comunitaria pueden ser incriminados. La clasificación se convierte en arma de captura estatal contra actores incómodos, no en instrumento de justicia.
Tercero, genera ilusión de respuesta donde no hay respuesta. Para Coahuayana, para sus víctimas, para la policía comunitaria que fue atacada, saber que fue clasificado como terrorismo no significa nada sin capacidad estatal de respuesta. Es nombrar lo que ocurrió sin poder hacer nada al respecto. Es teatro de justicia en territorio donde la justicia no existe.
Una administración que renunció a gobernar Michoacán
Después de siete años, el balance es claro: la administración federal renunció a gobernar seguridad en Michoacán de verdad. En su lugar, negoció con estructuras capturadas, permitió gobernadores cómplices, produjo discursos tranquilizadores para público urbano, e ignoró territorios donde el crimen opera sin límite.
El Plan Michoacán es rendición vestida de estrategia.
Es aceptación de que ciertos territorios están fuera de control sin admitirlo públicamente. Es decisión política de que es más cómodo celebrar reducciones estadísticas que enfrentar el costo político de intervención real en territorios capturados.
Michoacán necesitaba intervención estatal profunda: investigación de captura, cambio de estructuras de seguridad locales, combate a financiamiento criminal de campañas, protección real de civiles en territorios marginados. En su lugar recibió un plan de seguridad que dice que todo está mejorando mientras Coahuayana explosiona.
La pregunta que debe perseguir al estado
¿Cuántos Coahuayanas más?
¿En cuántos territorios más el crimen opera sin interferencia mientras el Estado celebra planes?
¿Cuántos atentados más ocurrirán en zonas abandonadas antes de que se reconozca que la política de seguridad en Michoacán no existe porque fue capturada?
La respuesta es incómoda, pero necesaria: mientras el financiamiento criminal de campañas electorales determine quién gobierna, mientras la captura estatal se niegue públicamente pero se acepte operativamente, mientras la seguridad sea función de presencia mediática más que cobertura territorial, habrá más explosiones en periferias invisibles.
Coahuayana expuso la verdad: no tenemos estrategia de seguridad en Michoacán.
Tenemos simulación de poder en municipios gobernables y abandono definitivo en territorios capturados.
Mientras sigamos celebrando planes que no llegan a donde más faltan, seguiremos descubriendo, atónitos, que el Estado mexicano perdió Michoacán hace años. El atentado de Coahuayana no fue sorpresa para quienes gobiernan: fue consecuencia predecible de una política que eligió no tener política.
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Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.