La reflexión que sigue nació después de escuchar una conversación entre el periodista de investigación Oscar Balderas y el conductor Luis Cárdenas en MVS Noticias. Ambos plantearon una pregunta incómoda: ¿quién se beneficia realmente de los llamados “planes de rescate estatal”, en particular del recién anunciado “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”? Lo que empezó como un intercambio periodístico se convirtió en un punto de partida para explorar un tema más profundo: la distancia creciente entre lo que el gobierno dice que combate y lo que en realidad termina fortaleciendo.
¿Plan de Paz o plan de plaza?
A partir de esa inquietud, vale la pena examinar con mayor detenimiento cuatro interrogantes centrales que definen no solo la política de seguridad en Michoacán, sino el sentido mismo de las intervenciones federales en estados marcados por la violencia, la captura institucional y la disputa criminal.
¿Por qué presentar como “nuevo” lo que ya estaba presupuestado?
En los anuncios oficiales del Plan Michoacán se difundieron cifras llamativas, declaraciones de “refuerzo histórico” y promesas de reconstrucción institucional.
Sin embargo, una parte importante de esos recursos proviene de programas de desarrollo ya presupuestados para el siguiente año. La estrategia de empaquetar como “novedad” políticas previamente calendarizadas es un recurso político conocido: genera la sensación de que el gobierno actúa con rapidez, atenúa la presión mediática y permite reorganizar prioridades sin admitir que el presupuesto ya estaba comprometido.
Esto plantea dos preguntas relevantes. Primero, ¿por qué se necesita reetiquetar recursos para la paz si supuestamente la política de seguridad ya estaba funcionando? Y segundo, ¿por qué se anuncia como respuesta inmediata lo que lleva meses planificado?
La respuesta reside, en parte, en la necesidad de controlar la narrativa: cuando la violencia escala y la percepción ciudadana es negativa, el Estado recurre a la ilusión de acción extraordinaria. Pero también se abre la puerta a reasignaciones discrecionales que escapan a mecanismos de transparencia.
El riesgo no es solo comunicacional: es institucional. Repetir este patrón normaliza intervenciones improvisadas y debilita la planeación de largo plazo.
¿A quién benefician realmente estas medidas: a la población o a los actores criminales hegemónicos?
En teoría, un operativo federal busca estabilizar la región y restituir el control del Estado. Pero la historia de Michoacán demuestra que las intervenciones mal calibradas suelen favorecer al actor criminal que llega mejor preparado, no necesariamente al más débil ni al más violento. En el contexto actual, ese actor suele ser el CJNG, una organización con mayor capacidad logística, económica y militar que muchos grupos locales.
Cuando el Estado irrumpe sin diagnósticos finos ni desarticulación simultánea de redes políticas y económicas, se generan vacíos temporales. Y en esos vacíos, suele entrar el grupo mejor estructurado, desplazando a facciones locales como los Viagras, Blancos de Troya, Tepalcatepec o Acahuato.
No se trata de afirmar que el Estado interviene “para ayudar” a un cartel, sino de reconocer un patrón histórico: las acciones superficiales o descoordinadas terminan produciendo reacomodos que benefician a la organización más fuerte.
Además, la presencia del Estado puede fragmentar o debilitar temporalmente a grupos locales, reduciendo su capacidad de resistencia ante organizaciones con recursos superiores.
En ocasiones, los operativos no desmantelan economías ilícitas, sino que las redistribuyen. Esta es la dimensión menos discutida pero más peligrosa: un despliegue federal que no se acompaña de investigación profunda puede reforzar, sin querer, la hegemonía criminal.
¿Es justificable el rescate federal a gobernadores inoperantes o con presunciones de vínculo criminal?
La intervención federal en estados gobernados por autoridades cuestionadas es una paradoja: por un lado, es necesaria debido a que la administración local ha fallado; por otro, implica reforzar a quienes precisamente contribuyeron al deterioro de la seguridad.
En el caso de Michoacán, las críticas hacia la gestión de Alfredo Ramírez Bedolla se centran en su incapacidad para contener la expansión criminal y en presuntas complacencias que han sido señaladas por distintos sectores. Lo mismo sucede en Sinaloa con Rubén Rocha Moya, cuya actuación frente al poder histórico de grupos criminales ha sido motivo de debate público.
El problema es que el gobierno federal suele intervenir sin exigir responsabilidades políticas o administrativas. Es decir, rescata la entidad, pero también rescata al gobernador.
Esta falta de contraste entre intervención y rendición de cuentas tiene efectos corrosivos: normaliza la incompetencia, envía la señal de que la federación cubrirá los errores locales y, peor aún, permite que redes criminales con presencia en el aparato estatal sobrevivan dentro del nuevo orden federalizado de seguridad.
Si el rescate es inevitable, también debería serlo la fiscalización. De lo contrario, la intervención refuerza las condiciones que originaron la violencia.
¿Por qué el gobierno federal no impone orden en los estados: por miedo, cálculo político o deuda con poderes fácticos?
Las razones no son excluyentes. Existe un componente de cálculo político: confrontar a élites regionales puede comprometer alianzas electorales, gobernabilidad o estabilidad interna. También hay un elemento de riesgo: romper abruptamente pactos informales o estructuras de convivencia forzada puede detonar conflictos mayores. Y en algunos casos, operan deudas políticas con actores —formales o informales— que han sido funcionales al proyecto de gobierno.
Pero también hay una explicación más estructural: la debilidad institucional de los estados obliga al gobierno federal a intervenir constantemente, creando una dinámica de dependencia que desincentiva la construcción de capacidades locales. A veces, la pregunta no es por qué el gobierno no impone orden, sino por qué insiste en sostener estructuras estatales incapaces de hacerlo.
Propuesta: una alternativa para priorizar la seguridad ciudadana genuina.
- Auditoría independiente del Plan Michoacán antes de su implementación total, con participación ciudadana, organismos de derechos humanos y contralorías externas.
- Diagnóstico territorial granular, elaborado por equipos mixtos de inteligencia, académicos y organizaciones civiles, que permita intervenir con precisión y no con generalidades.
- Despolitización de mandos de seguridad, estableciendo plazos evaluables y perfiles profesionales, no cuotas partidistas.
- Protección real a denunciantes y periodistas locales, actores clave para identificar alianzas y omisiones.
- Condicionamiento estricto de recursos federales a mecanismos verificables de transparencia y combate a la corrupción.
Abrir la discusión, no blindar la narrativa
Esta columna no busca conclusiones absolutas. Pretende abrir un debate que suele eludirse: el riesgo de que las intervenciones federales reproduzcan, en vez de corregir, las estructuras que permiten la expansión criminal. El objetivo último de cualquier plan de paz debe ser proteger a la ciudadanía, no maquillar la crisis ni fortalecer al actor criminal más poderoso. La pregunta que plantearon Balderas y Cárdenas sigue vigente: ¿a quién se está rescatando realmente? La respuesta, sea cual sea, determinará el futuro de Michoacán y de la seguridad nacional en los próximos años.
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Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.