En México, producir se ha vuelto un acto de valentía. Lo demostró con su vida Bernardo Bravo Manríquez, dirigente limonero de la Tierra Caliente michoacana, asesinado tras denunciar las redes de cobro de piso que exprimen a agricultores, empacadores y transportistas. El día que lo mataron no usó el blindado ni la escolta que tenía asignados. La fiscalía investiga llamadas previas y la pista de un extorsionador. El mensaje fue claro: si rompes el silencio, te matan.
El impuesto del silencio
Un año antes, también fue ejecutado José Luis Aguiñaga Escalera, empresario limonero de Buenavista. Los productores detuvieron las cosechas y el miedo volvió a los surcos. Subió el precio del limón y la cadena se rompió. En la frontera noroeste, Sunshine Rodríguez, líder pesquero de San Felipe, fue acribillado mientras trabajaba. En Veracruz, Irma Hernández, taxista y exmaestra, fue secuestrada y asesinada tras negarse a pagar. Historias distintas, mismo patrón: el crimen controla sectores productivos mediante la extorsión, la amenaza y la muerte.
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Mientras tanto, el delito se dispara. Bajo el gobierno de López Obrador, las víctimas de extorsión aumentaron 57.6%, pasando de 6,895 en 2018 a más de 10,000 por año, superando las 50,000 en todo el sexenio. Con Sheinbaum la tendencia continúa: entre enero y septiembre de 2025 las víctimas crecieron 20% y alcanzaron su nivel histórico más alto. La administración presume reducciones en otros delitos, pero omite el más devastador para la economía real. Es un maquillaje de cifras para sostener el discurso del éxito en seguridad.
Los “abrazos” de López Obrador se tradujeron en tolerancia y expansión del crimen. Extorsionar es barato, de bajo riesgo y muy rentable. Y el gobierno actual, al encubrir esa herencia, se convierte en cómplice por omisión. La minimización oficial del problema manda un mensaje brutal: si denuncias, mueres; si callas, pagas. Y casi siempre ocurren ambas cosas.
La extorsión, más allá del horror moral, es ya un problema macroeconómico. Banxico ha advertido que las cuotas criminales presionan la inflación porque se trasladan directamente al precio final de los productos. Limones, tortillas, transporte: todo sube cuando hay que pagar por sembrar, empacar o cruzar un retén. En regiones como Michoacán, los asesinatos de líderes provocan la parálisis de la producción, reducen la oferta y encarecen los alimentos. Es la inflación criminal, generada por la inseguridad y sellada por la pasividad del gobierno.
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El Consejo Nacional Agropecuario calcula que la inseguridad y la extorsión agregan entre 10% y 20% al costo de los alimentos. Ese dinero no se invierte en fertilizante ni jornales: se entrega para sobrevivir. Es el impuesto del miedo, y lo paga el consumidor cada vez que va al mercado.
El Estado ha fracasado en proteger a quienes representan a los sectores productivos. Cuando asesinan a un líder gremial, los demás se dispersan o huyen, y el crimen gana control sobre la economía local. Hoy, el verdadero plan económico de vastas regiones lo dictan los grupos criminales, no el gobierno federal. Y mientras las autoridades presumen estabilidad, las cifras y las balas dicen otra cosa: el país produce bajo amenaza.
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La muerte de Bernardo Bravo debería marcar un antes y un después. Su voz, como la de Aguiñaga y la de Sunshine Rodríguez, fue silenciada para infundir miedo. Hoy el país calla y paga. Lo sabe el campesino que sube la caja con temor, la madre que compra medio kilo y no entiende por qué todo sube, y la nación entera que ya normalizó las coronas sobre los ataúdes de quienes defendieron su trabajo.
Si la autoridad no recupera el monopolio de la fuerza ni deja de encubrir su fracaso con discursos, la economía mexicana seguirá contándose en líderes asesinados, precios distorsionados y miedo generalizado. Producir en México debe dejar de ser un acto de fe y volver a ser lo que siempre debió ser: trabajo en paz.
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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.