El principal foco de esta regresión se centra en la figura de la suspensión del acto reclamado. Tradicionalmente, esta medida cautelar permitía a un juez federal detener temporalmente los efectos de una ley o un acto de autoridad (como un megaproyecto, una reforma legal o una orden de bloqueo de cuentas) mientras se analizaba su constitucionalidad. Era la válvula de seguridad del sistema, el resguardo del particular frente al poder estatal y la garantía de que, al final del juicio, no se encontraría con una victoria pírrica cuando el daño ya era irreparable.
La modificación a la Ley de Amparo ya aprobada por el Congreso, sin embargo, limita gravemente esta capacidad. El argumento esgrimido por el oficialismo es el de la "eficiencia gubernamental" y la lucha contra los "abusos" de intereses particulares que, mediante el amparo, frenaban proyectos de "interés social" del Estado.
No obstante, este argumento es un arma de doble filo: si bien puede servir para mejorar la eficiencia del Estado, los ciudadanos pagarán el precio, pues perderán un mecanismo vital para defenderse frente a las decisiones de los Poderes Ejecutivo y Legislativo.
Si el juicio de amparo es el "guardián de la Constitución", la suspensión es su escudo. Al arrebatarle el escudo, se le deja inerme ante el avance del poder del Estado. Se garantiza que cualquier reforma legal, por más cuestionable que sea desde la perspectiva constitucional o de derechos humanos, pueda ejecutarse de inmediato, generando efectos irreversibles que ni siquiera una sentencia de amparo posterior favorable podrá reparar del todo. Es la legalización del hecho consumado.
Mi labor como consultora de riesgo político me obliga a mirar más allá de las discusiones puramente jurídicas y a centrarme en el impacto sistémico. ¿Qué señal envía esta reforma a los mercados, a los inversionistas y a la comunidad internacional? La respuesta es simple: incertidumbre y desprotección. Un país donde el máximo instrumento de defensa legal contra la arbitrariedad del Estado se debilita es un país donde el riesgo regulatorio se dispara.
En el caso de la inversión privada, el capital busca certeza y predictibilidad. Si una empresa no puede usar el amparo para detener la aplicación de una ley inconstitucional (como una reforma energética o fiscal expropiatoria) mientras se resuelve el fondo del asunto, se ve obligada a operar bajo reglas inseguras, con el riesgo latente de perder su inversión. Esto no sólo desalienta la entrada de nuevo capital, sino que impulsa la salida de capital existente en un momento crítico para la economía mexicana.
Para el Estado de Derecho, las consecuencias son igualmente mayúsculas. La reforma erosiona la separación de poderes. Al limitar la capacidad del Poder Judicial Federal de fungir como verdadero contrapeso, se otorga una licencia de impunidad a la mayoría política en turno. La ley, en lugar de ser un pacto social, se convierte en un simple instrumento de poder y el ciudadano queda a su merced.
Este movimiento se alinea, peligrosamente, con la reforma judicial y la elección popular de personas juzgadoras. La estrategia es clara y secuencial: primero, politizar al defensor (al poder judicial); segundo, neutralizar la herramienta de defensa (el amparo). El resultado final es una democracia sin contrapesos efectivos y un Estado más empoderado para desarrollar su agenda sin obstáculo jurídico alguno.
La mutilación del amparo no es un hecho aislado, sino la pieza que encaja con la ofensiva previa: la elección popular de jueces, magistrados y ministros. Si la elección judicial introdujo al árbitro en la lógica de la política electoral y lo atrajo a la órbita del oficialismo, la reforma de amparo reduce significativamente las vías jurídicas para hacer frente a ese poder político expandido. Una persona juzgadora electa por el voto sabrá que su permanencia dependerá de la voluntad mayoritaria y no de la imparcialidad de sus fallos.