Ricardo Salinas Pliego polariza como pocos. Su estilo ostentoso, sus crecientes posicionamientos políticos, sus réplicas a la presidenta Claudia Sheinbaum y su uso provocador de redes sociales lo han convertido en un actor imposible de ignorar en la política mexicana. A diferencia de los empresarios tradicionales que solían ocultar su riqueza y mantener un perfil bajo, Salinas disfruta estar en boca de todos y presume con orgullo su privilegiado estilo de vida. Pero detrás de la fachada del magnate excéntrico, cabe preguntar: ¿se gesta un proyecto político capaz de desafiar el legado de la Cuarta Transformación (4T)?
¿Puede Salinas Pliego incendiar la batalla cultural contra la 4T?

Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), Salinas comenzó como aliado. Ambos se llamaban amigos. Se le atribuye la idea del Consejo Asesor Empresarial de la Presidencia, del que formó parte, y su Banco Azteca facilitó la dispersión de programas sociales —como las pensiones para adultos mayores— a través de su red nacional de sucursales. Sin embargo, la relación se fracturó en 2020, cuando las reformas fiscales impulsadas por AMLO limitaron las deducciones por donaciones a fundaciones privadas, afectando directamente a Fundación Azteca.
La tensión escaló en 2021, cuando el SAT, encabezado por Raquel Buenrostro, acusó al Grupo Salinas de una deuda fiscal de 40,000 millones de pesos, cifra que para 2024 ya ascendía a 74,000 millones con recargos. AMLO heredó a la presidenta Sheinbaum no solo un gobierno popular, sino también un pleito irreconciliable con el magnate. Sheinbaum ha mantenido una postura firme. Tras varios intercambios de declaraciones y ante la solicitud de Salinas de “negociar” su deuda, respondió: “No es asunto de sentarnos a negociar; los adeudos fiscales son un asunto de ley”.
Ni su influencia económica ni su poder mediático a través de TV Azteca han doblegado al gobierno. Ante ello, parece virar hacia un nuevo terreno: la política electoral. En agosto de 2025, Salinas insinuó en una entrevista su interés en contender por la presidencia, aunque reconoció las “condiciones desfavorables” que enfrenta, en un contexto donde Sheinbaum mantiene una aprobación del 75% y Morena una popularidad del 65%. Su margen de maniobra, por ahora, es estrecho.
La batalla cultural como terreno de disputa
¿Es viable su posible candidatura cuando el tiempo no le alcanza para construir un nuevo partido político? AMLO necesitó tres campañas y más de 15 años de lucha para edificar un movimiento que desmontara el discurso neoliberal dominante, basado en privatizaciones y elitismo tecnocrático. Inspirado en el concepto gramsciano de hegemonía cultural, redefinió el “sentido común” mexicano con un relato nacionalista y de justicia social, arrebatando al PRI los símbolos patrios y apelando al “pueblo” contra la “mafia del poder”.
En su primera campaña, en 2006, López Obrador fue visto como un “loco” por desafiar un sistema que glorificaba la globalización y el capitalismo. Pero, como explica George Lakoff, los marcos narrativos transforman percepciones, y AMLO aprovechó el descontento social para dar sentido a un nuevo relato, convirtiendo su disidencia en corriente dominante.
Salinas Pliego parece haber aprendido de AMLO una lección que el PRI y el PAN se niegan a entender. Mientras la oposición tradicional se pierde en críticas coyunturales —como la reforma judicial o el presupuesto— sin atender la raíz cultural de la hegemonía morenista, Salinas apuesta por un nuevo marco narrativo. Se presenta como un “rebelde libertario” que defiende el mérito y la libertad individual frente al “estatismo” de la 4T, buscando resonar con el 41% que no votó por Sheinbaum. En este momento su estrategia no busca votos: pretende redefinir el debate.
El génesis del nuevo relato emergente
Analizando sus pasos recientes, se pueden identificar los elementos básicos de su intento por dar la batalla cultural. El primero consiste en comprender el terreno de disputa: no se trata solo de imponer poder, sino de generar consenso a través de ideas y relatos que den sentido a la vida colectiva. Ese enfoque se refleja en la serie documental La Revolución de la Libertad, producida por TV Azteca junto al historiador Juan Miguel Zunzunegui.
La serie de 10 capítulos redefine la batalla cultural no solo como una simple confrontación política, sino como una “revolución continua” por la libertad individual y colectiva. Explora su origen histórico, su evolución y sus amenazas actuales. En cada episodio, Salinas y Zunzunegui sostienen que la libertad “nunca está garantizada” y debe defenderse diariamente contra enemigos que adoptan “máscaras modernas” como el “progresismo” o el “populismo”. De ese modo, el relato deja de ser reactivo y se convierte en un viaje propositivo: un intento pedagógico por invitar a los espectadores a reflexionar sobre qué significa “ser libre” en el siglo XXI, pero más importante aún, que esa libertad que proclama se convierta en esperanza para las clases medias urbanas que no necesariamente se sienten representadas con las políticas de asistencia social y que buscan más un crecimiento individual que colectivo.
Otro pilar de esta estrategia es mapear y desarmar al adversario. En La Revolución de la Libertad, Salinas identifica el “estatismo” de Morena y su “progresismo” como máscaras de un colectivismo que, a su juicio, sofoca la creatividad individual. Por ejemplo, el capítulo sobre educación pública la señala como “enemiga de la libertad” por enseñar a “callar y obedecer”, mientras acusa al gobierno de fomentar polarización para mantener ciudadanos “sumisos”. Al resignificar la “justicia social” de la 4T como dependencia estatal, la serie construye un relato que invita a defender la innovación personal frente al conformismo.
Otro elemento para librar la batalla cultural es movilizar acciones y aliados. Hace unas semanas, Salinas lanzó el Movimiento Anticrimen y Anticorrupción (MAAC), una plataforma que agrupa a conservadores, académicos y periodistas críticos de Morena, entre ellos la politóloga María Amparo Casar —exaliada de Claudio X. González—. El MAAC no es un partido, sino un espacio para “librar una batalla cultural e intelectual” contra lo que Salinas denomina la “dictadura de partido único” y el “comunismo” que, según él, empuja a México hacia la “miseria” de Venezuela.
El 15 de septiembre, en un gesto desafiante hacia Sheinbaum, y minutos antes de que la presidenta diera su primer Grito de Independencia, Salinas realizó su propio “contragrito” junto a su esposa, María Laura Medina. Llamó a los mexicanos a definirse entre la “prosperidad libertaria” y un “gobierno aliado con delincuentes”, con un estandarte de la Virgen de Guadalupe a sus espaldas y el lema “Vida, propiedad y libertad”.
En los últimos días también se han publicado encuestas que buscan proyectar a Salinas Pliego dentro del escenario electoral rumbo a 2030. Sin embargo, los ejercicios presentan un sesgo metodológico evidente: más que medir si la gente votaría por él en una contienda real, preguntan si los mexicanos estarían dispuestos a votar por un empresario y, en ese caso, por cuál. Bajo ese planteamiento, el magnate aparece con ventaja, como si no cargara con un severo desgaste reputacional derivado de sus problemas fiscales y de la desconfianza pública que lo ha mantenido en el centro del debate durante los últimos meses.
En X (antes Twitter) ha intensificado su retórica: acusa a Morena de ser “huachicoleros” y “rateros” que manipulan el lenguaje para ocultar corrupción, y exhorta a “no quedarse callados” en la batalla cultural. Estas acciones —del MAAC a su activismo digital— marcan un giro. Salinas utiliza su capital simbólico (TV Azteca para amplificar críticas, X para viralizar marcos anti-Morena) para evangelizar una narrativa de “resistencia” que busca unir a una oposición fragmentada. Hoy el magnate apela a la emoción: el miedo al “autoritarismo” como motor de unidad. Sin embargo, su opulencia y su deuda fiscal lo vuelven un blanco fácil para el contraataque oficialista.
¿Puede ganar la batalla cultural?
Su camino, en consecuencia, es arduo. Sin un partido consolidado ni estructuras comparables a las de Morena —que moviliza a más de 15,000 Servidores de la Nación para difundir su proyecto—, Salinas depende de su carisma digital y de su maquinaria mediática. Además, su imagen de lujo contrasta con un país donde el 37% de la población vive en pobreza. AMLO triunfó porque conectó emocionalmente; Salinas, por ahora, polariza más de lo que unifica.
La batalla cultural no se gana solo con poder económico o mediático, sino con un relato que dé sentido a las aspiraciones colectivas. Salinas Pliego está encendiendo su propia hoguera, pero su éxito dependerá de si logra traducir su riqueza en una narrativa de esperanza y no de privilegio. Sin embargo, hay que considerar que si lanzamos una mirada al contexto internacional, surge la duda si este nuevo modelo que propone funcionaría, porque ya muestra debilidad en la Argentina de Milei y en Estados Unidos de Trump.
Arthur Schopenhauer afirmaba que toda idea buena pasa por tres etapas: la ridiculización, la oposición o discusión y la adopción. Quizá hoy las ideas de Salinas Pliego aún se encuentren en la primera fase, pero hay un esfuerzo visible por situarlas en el debate público. ¿Le alcanzarán cuatro años para que este nuevo relato sustituya al hegemónico de Morena y la 4T? ¿Podrá reescribir el guion o será solo un destello en la hoguera de la 4T? Las elecciones intermedias de 2027 serán el termómetro que revele si su MAAC es chispa que provocará un incendio o si queda en llamarada de petate.
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Nota del editor: José Manuel Urquijo es maestro en Comunicación Política y Gobernanza Estratégica por la George Washington University. Fundó la agencia Sentido Común Latinoamérica y es consultor y estratega político con experiencia en campañas políticas en México y Latinoamérica. Síguelo en Twitter y/o en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.