La violencia escolar no nace de un día para otro. Se alimenta de múltiples factores: desde la precariedad socioeconómica y la falta de espacios seguros de convivencia, hasta la emergencia de subculturas juveniles radicalizadas —como los grupos incells o las comunidades digitales que glorifican la misoginia y la violencia— que ofrecen a adolescentes desorientados un refugio identitario. En este caldo de cultivo, la falta de intervención oportuna por parte de las instituciones educativas, la ausencia de diálogo en los hogares y la incapacidad de los gobiernos locales para prevenir y contener la violencia juvenil terminan por agravar el problema.
La corresponsabilidad frente al problema
Las autoridades escolares, empezando por directivos y docentes, tienen la obligación de reconocer que los espacios académicos no son inmunes a la violencia estructural que atraviesa a la sociedad mexicana. El principio de autonomía universitaria, tan necesario para la vida académica, no puede ser usado como pretexto para evadir responsabilidades en materia de seguridad y convivencia. Reconocer los riesgos, generar protocolos de acción y establecer mecanismos claros de apoyo psicológico son medidas básicas que muchas veces quedan en letra muerta.
Por otro lado, las autoridades locales —particularmente las responsables de seguridad pública— deben entender que la prevención de la violencia juvenil requiere un enfoque distinto al policiaco tradicional. No se trata de militarizar las escuelas ni de reducir los planteles a espacios vigilados por cámaras y patrullas, sino de articular políticas públicas de prevención con enfoque comunitario, que incluyan actividades culturales, deportivas y de salud mental para adolescentes.
Finalmente, los padres de familia no pueden quedar fuera de esta ecuación. La desconexión emocional con los hijos, la falta de supervisión de sus actividades en línea y la ausencia de diálogo cotidiano crean vacíos que, en la adolescencia, pueden ser llenados por discursos violentos o por pares con conductas destructivas. La corresponsabilidad exige que el hogar también sea un espacio de formación emocional y ética, no solo de exigencia académica.
Estrategias integrales: tres propuestas
Frente a esta realidad, es necesario avanzar hacia soluciones integrales que no se limiten a la reacción tras una tragedia, sino que construyan una cultura de prevención y cuidado. Propongo tres líneas de acción concretas:
1. Fortalecimiento de los programas de tutoría y acompañamiento estudiantil.
Los sistemas de tutoría en bachilleratos y universidades suelen existir solo en el papel. Se necesita una reformulación profunda que garantice que cada estudiante tenga un tutor o tutora con formación en acompañamiento psicoeducativo. Este esquema debe incluir sesiones periódicas de seguimiento, acceso a orientación psicológica y canales de comunicación confidenciales para denunciar situaciones de acoso o violencia. La tutoría no debe ser vista como un trámite burocrático, sino como una herramienta clave para detectar señales de alarma a tiempo.
2. Capacitación especializada de docentes y personal administrativo.
Los profesores no son psicólogos ni policías, pero sí son la primera línea de detección de comportamientos anómalos en el aula. Es indispensable capacitarlos en identificar signos de aislamiento extremo, conductas agresivas, lenguaje misógino o actitudes vinculadas a subculturas violentas. Esta capacitación debe incluir protocolos claros: a quién acudir, cómo documentar y cómo activar rutas de atención sin poner en riesgo al estudiante ni al grupo.
3. Esquemas de vigilancia respetuosos de la autonomía universitaria.
La seguridad en los planteles no debe confundirse con represión. Existen modelos de vigilancia comunitaria y preventiva que combinan tecnología discreta, presencia de brigadas de seguridad interna capacitadas en mediación de conflictos y coordinación efectiva con autoridades locales. El respeto a la autonomía no implica dejar indefensos a los estudiantes; al contrario, exige creatividad institucional para garantizar espacios libres de violencia sin caer en prácticas invasivas.