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Escuelas que callan, jóvenes que sangran: la otra cara del bachillerato

La violencia escolar se alimenta de múltiples factores: desde la precariedad socioeconómica y la falta de espacios seguros de convivencia, hasta la emergencia de subculturas juveniles radicalizadas.
jue 02 octubre 2025 06:03 AM
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La tragedia en el CCH Sur no debe quedar como una nota más en el historial de violencia que golpea a nuestro país. Debe convertirse en un punto de inflexión para replantear, de una vez por todas, cómo concebimos la seguridad en los planteles educativos, señala Alberto Guerrero Baena. (Foto: Cuartoscuro )

El reciente asesinato de un joven en el Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Sur de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) vuelve a colocar en el centro de la discusión un problema que durante años se ha minimizado: la violencia en los planteles educativos de nivel medio superior.

No se trata de un hecho aislado, sino de la expresión más brutal de dinámicas de hostigamiento, acoso, bullying y abuso que ocurren diariamente en nuestras escuelas y que, con frecuencia, son silenciadas en aras de preservar la “normalidad académica” o la imagen institucional.

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La violencia escolar no nace de un día para otro. Se alimenta de múltiples factores: desde la precariedad socioeconómica y la falta de espacios seguros de convivencia, hasta la emergencia de subculturas juveniles radicalizadas —como los grupos incells o las comunidades digitales que glorifican la misoginia y la violencia— que ofrecen a adolescentes desorientados un refugio identitario. En este caldo de cultivo, la falta de intervención oportuna por parte de las instituciones educativas, la ausencia de diálogo en los hogares y la incapacidad de los gobiernos locales para prevenir y contener la violencia juvenil terminan por agravar el problema.

La corresponsabilidad frente al problema

Las autoridades escolares, empezando por directivos y docentes, tienen la obligación de reconocer que los espacios académicos no son inmunes a la violencia estructural que atraviesa a la sociedad mexicana. El principio de autonomía universitaria, tan necesario para la vida académica, no puede ser usado como pretexto para evadir responsabilidades en materia de seguridad y convivencia. Reconocer los riesgos, generar protocolos de acción y establecer mecanismos claros de apoyo psicológico son medidas básicas que muchas veces quedan en letra muerta.

Por otro lado, las autoridades locales —particularmente las responsables de seguridad pública— deben entender que la prevención de la violencia juvenil requiere un enfoque distinto al policiaco tradicional. No se trata de militarizar las escuelas ni de reducir los planteles a espacios vigilados por cámaras y patrullas, sino de articular políticas públicas de prevención con enfoque comunitario, que incluyan actividades culturales, deportivas y de salud mental para adolescentes.

Finalmente, los padres de familia no pueden quedar fuera de esta ecuación. La desconexión emocional con los hijos, la falta de supervisión de sus actividades en línea y la ausencia de diálogo cotidiano crean vacíos que, en la adolescencia, pueden ser llenados por discursos violentos o por pares con conductas destructivas. La corresponsabilidad exige que el hogar también sea un espacio de formación emocional y ética, no solo de exigencia académica.

Estrategias integrales: tres propuestas

Frente a esta realidad, es necesario avanzar hacia soluciones integrales que no se limiten a la reacción tras una tragedia, sino que construyan una cultura de prevención y cuidado. Propongo tres líneas de acción concretas:

1. Fortalecimiento de los programas de tutoría y acompañamiento estudiantil.

Los sistemas de tutoría en bachilleratos y universidades suelen existir solo en el papel. Se necesita una reformulación profunda que garantice que cada estudiante tenga un tutor o tutora con formación en acompañamiento psicoeducativo. Este esquema debe incluir sesiones periódicas de seguimiento, acceso a orientación psicológica y canales de comunicación confidenciales para denunciar situaciones de acoso o violencia. La tutoría no debe ser vista como un trámite burocrático, sino como una herramienta clave para detectar señales de alarma a tiempo.

2. Capacitación especializada de docentes y personal administrativo.

Los profesores no son psicólogos ni policías, pero sí son la primera línea de detección de comportamientos anómalos en el aula. Es indispensable capacitarlos en identificar signos de aislamiento extremo, conductas agresivas, lenguaje misógino o actitudes vinculadas a subculturas violentas. Esta capacitación debe incluir protocolos claros: a quién acudir, cómo documentar y cómo activar rutas de atención sin poner en riesgo al estudiante ni al grupo.

3. Esquemas de vigilancia respetuosos de la autonomía universitaria.

La seguridad en los planteles no debe confundirse con represión. Existen modelos de vigilancia comunitaria y preventiva que combinan tecnología discreta, presencia de brigadas de seguridad interna capacitadas en mediación de conflictos y coordinación efectiva con autoridades locales. El respeto a la autonomía no implica dejar indefensos a los estudiantes; al contrario, exige creatividad institucional para garantizar espacios libres de violencia sin caer en prácticas invasivas.

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Una visión de largo plazo

El caso del CCH Sur debe obligarnos a mirar más allá del hecho trágico. Las muertes en las escuelas no son un destino inevitable, sino el resultado de negligencias acumuladas y de la falta de políticas claras de prevención. La violencia juvenil es un síntoma de patologías sociales más amplias: desigualdad, falta de cohesión comunitaria, masculinidades tóxicas y la precariedad emocional de una generación que crece entre pantallas, discursos de odio y ausencia de referentes positivos.

Para enfrentar este problema, no basta con reaccionar cuando la violencia se hace visible en forma de agresión o de muerte. Se requiere una transformación cultural que devuelva a la escuela su papel de espacio seguro, no solo de transmisión de conocimientos, sino de formación integral. Esta transformación solo es posible si autoridades escolares, padres de familia y gobiernos locales asumen su corresponsabilidad y trabajan de manera coordinada.

La tragedia en el CCH Sur no debe quedar como una nota más en el historial de violencia que golpea a nuestro país. Debe convertirse en un punto de inflexión para replantear, de una vez por todas, cómo concebimos la seguridad en los planteles educativos. Porque si la escuela no puede garantizar la vida y la integridad de sus estudiantes, ¿qué nos queda como sociedad?

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Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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