Una vibrante discusión sobre los saldos de la transición mexicana a la democracia y el rumbo político que lleva nuestro país en estos tiempos de cambio de régimen recorre las páginas, los micrófonos y los pasillos del debate público nacional. El número de nexos del mes de julio, titulado “Réquiem por la transición” , detonó esta intensa polémica, que ha resultado muy saludable para la vida pública.
Más allá del réquiem: repensar la democracia mexicana

El debate ha sido saludable por tres motivos principales. Primero, porque si partimos de la premisa de que un nuevo régimen político se está inaugurando en México, es positivo discutir —y entender mejor— sus rasgos distintivos, normas formales e informales y equilibrios de poder. Segundo, porque quienes queremos construir un país más justo, democrático e igualitario, debemos comprender cuáles fueron los aspectos rescatables y los puntos flacos de la transición a la democracia, a fin de utilizar estos aprendizajes para proponer horizontes de futuro viables e incluyentes.
Tercero, porque el número de la revista desató una discusión de carácter intergeneracional, plural y de argumentos profundos, como no se veía hace tiempo en este país, donde el debate público se había centrado en los dichos de las mañaneras, las observaciones coyunturales y los ataques personales. En las páginas de nexos escribieron jóvenes como Alexia Bautista, María Guillén, Fernanda Caso, Julio González, Hugo Garciamarín, Nicolás Medina Mora y analistas más experimentados, como Ariel Rodríguez Kuri y Alberto Olvera. Voces como las de Ciro Gómez Leyva, Héctor Aguilar Camín, Agustín Basave, Blanca Heredia, Luis Carlos Ugalde, Jesús Silva-Herzog, Carlos Bravo Regidor, Karla Motte y Vanessa Romero se pronunciaron con enérgicas réplicas a los textos de la revista.
Así, analistas de todo signo político han participado en este debate. En el marco de esta polémica, la académica Guadalupe Salmorán publicó una interesante crítica a mi texto “Demócratas de sentido único” . Respondo en lo que resta de esta columna.
Salmorán sostiene que, para los sectores con una visión crítica de la transición, “no hay mucho que lamentar” por las recientes acciones del gobierno que minan valores democráticos, como la libertad de expresión y los controles constitucionales. Simplificando mi argumento central, Salmorán advierte que, para quienes criticamos a la transición, “la democracia mexicana sería poco más que una ‘metanarrativa’ impuesta por las élites, un relato reproducido por la clase media urbana, incapaz de enraizarse en los sectores populares. Una promesa fallida que, por no haber cumplido sus objetivos, puede deshacerse sin mayor duelo”.
En mi ensayo, explico que la transición fue un proceso de transformación en la cultura política de las clases medias y en las maneras, las normas y los mecanismos para participar en la esfera pública. Dejemos eso de lado por un momento y continuemos con la caricatura de Salmorán. Siguiendo su versión descafeinada de mi argumento, le respondo que dos cosas pueden ser ciertas al mismo tiempo. La transición democrática, en efecto, construyó un andamiaje institucional que permitió la celebración de elecciones justas y transparentes, la instalación de contrapesos y mecanismos de vigilancia al poder presidencial, la dispersión del poder del Estado en distintos organismos autónomos y un sistema político multipartidista y plural. Sin embargo, no por eso deja de ser cierto que la cultura política y el discurso de la transición no tomó tracción entre las clases populares.
Y careció de tracción no porque la cultura política de las clases populares sea antidemocrática, sino porque el régimen emanado de la transición a la democracia puso en segundo plano las necesidades más urgentes de los sectores subalternos y porque la promesa de participación política se cumplió a nivel de elecciones —que es algo fundamental, como bien dice Salmorán— pero no en una vida pública más incluyente en otros sentidos (como, por ejemplo, mayor incidencia en los partidos y en los gobiernos locales y municipales).
Más aún: si en verdad, como propone Salmorán, tenemos el propósito de entender la transición a la democracia como un “proceso histórico”, la historia no separa economía de política y tampoco distingue entre intenciones y resultados. Nos guste o no, la transición a la democracia se gestó a la par de las reformas neoliberales, las cuales derivaron en mayor concentración de la riqueza y desigualdad.
Es falso que los impulsores —políticos e intelectuales— de la transición hablaran solamente de justicia electoral. Más bien, argumentaban que México debía caminar hacia un nuevo “paradigma de modernidad”, marcado por una sociedad de clase media con mayor acceso a educación y bienes de consumo, un sistema político de frenos y contrapesos con elecciones limpias y la integración de México a los circuitos globales de comercio e inversión. Por tanto, para entender mejor ese proceso histórico, hay que estudiarlo en todas sus dimensiones y no solamente en el rubro político-electoral.
Concuerdo con Salmorán en que es alarmante que “hoy se amplían los márgenes para la arbitrariedad, los abusos, el acoso y la persecución política”. Sin embargo, quienes buscamos proponer mecanismos de resistencia colectiva ante esos cambios, alternativas viables de oposición política y, sobre todo, caminos para un México más democrático, igualitario y justo, debemos entender que el proyecto de modernidad de la transición quedó corto y, en vez de seguirlo defendiendo a capa y espada, hay que reconocer sus fallas y reactivar nuestra imaginación política para construir un futuro mejor.
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Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.