Violencia descontrolada
El domingo pasado, Omar García Harfuch informó que, entre octubre de 2024 y la primera quincena de julio de 2025, el gobierno federal ha detenido a 1,487 personas en Sinaloa, decomisado 3,003 armas de fuego, desmantelado 91 laboratorios de metanfetamina y asegurado más de 53,000 kilos de droga. A esto se suma la presencia de 11,000 elementos de las fuerzas armadas. Según el máximo responsable de la seguridad del país, estos operativos buscan “darle tranquilidad a la ciudadanía”.
Pero los datos dicen otra cosa. Los propios datos oficiales. De acuerdo con el Inegi, Culiacán tiene hoy la segunda percepción de inseguridad más alta del país (89.7%), sólo por detrás de Villahermosa, Tabasco (90.6%). Y no se trata solo de percepción. De acuerdo con el indicador compuesto de violencia letal de México Evalúa , Sinaloa es la entidad con el incremento más alto a nivel nacional, de 2024 a 2025, considerando el primer semestre de ambos años: 79.1%. Al desmenuzar las cifras, los resultados son escalofriantes. En el mismo periodo, los feminicidios incrementaron 122.2%, las desapariciones, 151% y los homicidios dolosos, 266%. Los operativos no están cumpliendo su finalidad última.
Fuerza, pero sin reconstrucción
Nadie podría negar que, ante el poder de fuego que hoy exhiben los grupos criminales en Sinaloa, como en todo el país en realidad, la presencia de las Fuerzas Armadas resulta, en principio, necesaria. En estos momentos, en México no existe policía local capaz de enfrentar ese tipo de confrontaciones. Pero una cosa es reconocer su utilidad táctica y otra muy distinta es convertir la militarización en la estrategia central de seguridad. Los operativos no logran frenar la guerra porque parten de una lógica equivocada: suponen que la violencia se puede contener únicamente con despliegues masivos de fuerza.
La presencia militar no basta para desmantelar organizaciones criminales, no rompe con las gobernanzas criminales, ni reconstruye instituciones corroídas. Al contrario. Sin inteligencia territorial, sin intervención civil sostenida y sin un plan de mediano plazo, los operativos, más allá de ser visibles y espectaculares, lo único que hacen es sumar capas de violencia al conflicto.
Las omisiones que comienzan a pesar
La nueva administración heredó un territorio fracturado, con grupos criminales en abierta confrontación, sin policías y fiscalías operativas. No había de otra. Era necesario actuar de inmediato con los recursos disponibles: las fuerzas armadas. Pero tras un año en el poder —y con amplios recursos políticos y respaldo social— la omisión comienza a volverse responsabilidad. Los tres niveles de gobierno están implicados, pero el principal peso recae en el federal, que es quien concentra los recursos, las fuerzas y la conducción de la estrategia.
El problema no es la presencia militar, sino su aislamiento. No se observa una política integral que apunte a lo fundamental: desmantelar organizaciones criminales, romper las gobernanzas criminales que han capturado regiones completas y reconstruir instituciones corroídas; este punto es clave para zanjar las grietas que permiten los primeros. Por las circunstancias políticas, la militarización era el punto de partida, pero al paso que vamos, corre el riesgo de convertirse, una vez más, en coartada para no hacer lo que realmente se requiere.