En 2024, México volvió a comprobar —por enésima vez— que la violencia no solo tiene un impacto humano devastador, sino que también representa un costo económico gigantesco que limita el desarrollo del país y afecta directamente a empresas, gobiernos y ciudadanía.
#ColumnaInvitada | La persistente y costosa violencia

El Índice de Paz México estima que el impacto económico de la violencia en 2024 alcanzó los 4.5 billones de pesos, equivalentes al 18% del PIB nacional. Esta cifra, aunque difícil de imaginar, refleja la suma de los costos directos e indirectos de los homicidios, delitos con violencia, miedo, pérdidas en productividad e inversión, consumo y gasto público reactivo.
Puesto en perspectiva, este costo es seis veces mayor que toda la inversión pública en salud y cinco veces mayor que la destinada a educación en el mismo año. En términos individuales, cada mexicano y mexicana asumió un costo promedio de 33,905 pesos a causa de la violencia, más de lo que gana mensualmente un trabajador promedio. La pregunta ya no es si la violencia afecta la economía, sino por qué seguimos apostando por estrategias que han fracasado.
A pesar de las cifras alarmantes, el gasto público en seguridad y justicia en México continúa rezagado respecto al contexto internacional. En 2024, el país destinó apenas el 0.7% de su PIB a estos rubros, menos de la mitad del promedio de América Latina (1.5%) y de la OCDE (1.7%). Y lo más grave: mientras el gasto en Fuerzas Armadas sigue en aumento cada año, la inversión en seguridad pública ha disminuido 30% y el gasto en el sistema judicial ha caído 12% desde 2015.
Este desbalance evidencia una apuesta persistente por un modelo de seguridad reactivo y militarizado que no ha sido capaz de reducir de forma sostenida los niveles de violencia. México tiene en promedio solo 4.4 jueces por cada 100,000 habitantes, una cifra que representa apenas una cuarta parte del promedio mundial. Sin jueces, sin policías capacitados, sin sistemas de justicia eficaces, el Estado no puede garantizar justicia ni seguridad. Y eso alimenta la impunidad, que es a su vez uno de los principales motores de la violencia.
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La historia reciente confirma que los enfoques centrados exclusivamente en la seguridad pública tradicional —patrullajes, detenciones, despliegues militares— no han logrado revertir la crisis de violencia. Desde 2015, la tasa de homicidios en el país ha aumentado 55%, los delitos cometidos con armas de fuego 71%, las extorsiones 45% y los delitos por narcomenudeo 161%. La mejora de 0.7% en la paz en 2024, no compensa el deterioro acumulado del 13.4% desde 2015.
Las causas estructurales de la violencia siguen intactas: corrupción, impunidad, debilidad institucional, desigualdad, exclusión social, y una economía que margina a millones. Por eso urge abandonar la visión reduccionista de que la seguridad es solo tarea de policías y militares, y transitar hacia un enfoque mucho más amplio: multisectorial, multidimensional y sostenido en el tiempo.
La violencia no solo arrebata vidas, también deteriora la confianza, desalienta la inversión, destruye infraestructura, y afecta profundamente la operación de las empresas. El impacto es particularmente severo en estados como Morelos, Colima y Guerrero, donde el costo económico de la violencia supera el 35% del PIB estatal.
Sin embargo, en lugar de limitarse a sobrevivir en entornos hostiles, el sector privado puede —y debe— asumir un rol mucho más activo en la construcción de paz. Las empresas tienen capacidades únicas para generar empleo, fomentar entornos seguros, invertir en desarrollo social y promover una cultura de legalidad. Además, existen múltiples evidencias de que invertir en paz genera beneficios directos para el sector empresarial: estabilidad, confianza del consumidor, reputación, fidelidad y acceso a mercados más amplios.
Como lo ha documentado el IEP, países con altos niveles de paz también muestran mayor crecimiento económico, menor inflación y mejores índices de competitividad. En otras palabras: la paz es una ventaja comparativa. Y construirla es un buen negocio.
El Estado mexicano necesita poner al centro del diseño de sus políticas públicas el uso estratégico de la inteligencia y la evidencia. No basta con identificar amenazas o reaccionar ante el crimen: es indispensable transformar la información disponible en conocimiento útil para construir soluciones más eficaces, integrales e inclusivas. Solo así será posible desarrollar políticas públicas que articulen a todos los sectores y ataquen de raíz las causas estructurales de la violencia.
En este contexto, la llegada de una nueva administración federal representa una oportunidad única para reconfigurar la estrategia nacional de seguridad.
Pero también hay señales de alerta. La reforma al Poder Judicial recientemente aprobada, que plantea la elección popular de jueces y magistrados, ha generado preocupación entre expertos. Aunque el objetivo declarado es fomentar la rendición de cuentas, existe el riesgo de politizar la justicia y debilitar su independencia. En un país con altos niveles de impunidad, minar la autonomía del Poder Judicial podría ser una decisión contraproducente, que erosione la capacidad del Estado para impartir justicia de manera imparcial.
El Índice de Paz México 2025 deja claro que la violencia es insostenible en todos los frentes: humano, social, económico e institucional. También deja ver que es posible mejorar, aunque se requieren compromisos firmes y una ruta estratégica compartida.
Gobiernos, empresas y sociedad civil deben asumir que la paz no es solo un ideal: es una inversión indispensable. No se trata solo de evitar la violencia, sino de construir las condiciones que permiten que todas las personas vivan con dignidad, oportunidades y sin miedo.
Porque como hemos dicho antes: la paz es mejor negocio para todos, que la violencia para algunos.
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Nota del editor: Carlos Juárez Cruz es director en México del Instituto para la Economía y la Paz (IEP). Síguelo en X como @cjuarezcruz Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.