Claudia Sheinbaum ha comenzado a delinear una visión de país muy ambiciosa, misma que supone una amplia expansión del gasto y grandes capacidades institucionales. La presidenta, como se decía cuando estaba en campaña, da la impresión de estar más interesada que su predecesor en las menudencias del gobierno, querer involucrarse más a fondo en el diseño e implementación de sus políticas, meterse más a los detalles. Parece que lo suyo es, invirtiendo la fórmula que describía a López Obrador, no tanto la gesta como la gestión. Tiene sentido, pues su perfil es muy distinto. Si la política fuera como la lucha libre, diríamos que él fue “rudo” y ella es “técnica”.
La ambición versus el legado
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Con todo, la herencia del sexenio pasado es una base muy defectuosa para el apetito que el actual pretende proyectar. Sheinbaum aspira a un Estado grande y fuerte; López Obrador le dejó un Estado apocado y débil. Ella necesitaría una administración pública profesional y eficaz, él no se cansó de despreciar a la burocracia como un “elefante reumático” (incluso añadiendo, en alguna ocasión, “¡con todo respeto a los elefantes!”) y de preferir a los militares porque ellos sí eran, en su opinión, honestos y eficientes (con el conveniente aspecto adicional de que todo lo que tocan es susceptible de eludir la transparencia y la rendición de cuentas por cuestión de “seguridad nacional”). Andrés Manuel desperdició tres oportunidades únicas llevar a cabo una reforma fiscal (su primer año de gobierno, la pandemia y su último mes), apostó por la “austeridad republicana” y se concentró mucho en programas sociales basados en transferencias de efectivo; Claudia requiere más recursos para financiar sus promesas expansivas, para garantizar el acceso efectivo a derechos (mismos que, si bien no son “mercancías”, como le gusta repetir, cuestan en tanto que implican acción gubernamental para protegerlos) e impulsar servicios públicos de mayor calidad y cobertura. El “Estado emprendedor” a la Mazzucato requiere de un complejo ecosistema que está en las antípodas de lo que López Obrador le dejó a su sucesora.
Por mucho que ella haya llegado al poder prometiendo continuidad, lo cierto es que la ambición que está tratando de demostrar la presidenta Sheinbaum choca irremediablemente con el legado de su antecesor en Palacio. Ciertamente existen multitud de vasos comunicantes entre ambas administraciones, vínculos que van mucho más allá de las figuras presidenciales, y que tienen que ver fundamentalmente con el carácter de su coalición política. Una coalición que se ha mostrado muy unida y disciplinada en torno al liderazgo de él, pero que todavía está a prueba respecto al de ella.
Con todo, de pronto nos enfocamos demasiado en las personas y sus lealtades, y poco en los grupos y sus intereses. Quizá porque es más fácil, pero quizá no sea lo más sustantivo. Porque es perfectamente factible que la capacidad de mantener unida y disciplinada a dicha coalición esté condicionada no sólo por el quién, sino por el para qué. En otras palabras, cabe preguntarse ¿qué tanto los distintos grupos e intereses que integran esa coalición hegemónica estarían dispuestos a apoyar una agenda más ambiciosa (en términos de construir y ejercer capacidades estatales) como la de Sheinbaum, en detrimento del legado más conservador (en términos de reducir o eliminar capacidades estatales) que apoyaron con López Obrador?
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Es difícil de responder, pero no es una pregunta ociosa. De hecho, diría que ahí se puede definir el destino del nuevo gobierno: no en la relación entre la presidenta y el expresidente sino en el “beisbol interno” –como le llamaba Joan Didion– de su coalición. Si el evidente contraste entre la ambición de ella y el legado de él no es meramente retórico (una posibilidad que no descartable), tarde o temprano tendría que haber señales: tanteos, forcejeos, deslindes o reacomodos que indiquen si con Sheinbaum habrá continuidad de la “transformación” o transformación en la “continuidad”.
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