Una vez que terminó su sexenio, Ernesto Zedillo tomó la decisión de retirarse de la vida pública mexicana. Él se autoimpuso esa regla y, como advierte al principio de su reciente discurso ante la International Bar Association, no la había roto hasta ahora. Tras una carrera política relativamente corta, pero que culminó en la presidencia de la república, ha hecho otra carrera en consejos ejecutivos de empresas transnacionales y como director del Centro Yale para el Estudio de la Globalización. De todos los expresidentes con vida ha sido, sin duda, el mejor evaluado, el menos problemático, el más exitoso profesionalmente y el más discreto. Sobre todo eso: el más decidida y disciplinadamente discreto.
La voz de Zedillo
No es poca cosa dado lo difícil que es saber desempeñar con dignidad el papel de expresidente, menos aún si lo comparamos con otros que lo han hecho realmente mal (e.g., el payaso en el que terminó convertido Fox, el aspirante a socialité que ha sido Peña Nieto). Y ni qué decir del dolor de muelas que, muy probablemente, será López Obrador.
A Zedillo le tocó gestionar la peor crisis económica que había vivido México (1994-1995) después de la de la Gran Depresión y antes de la pandemia de Covid. También fue el presidente de las reformas definitivas en materia judicial (1994) y electoral (1996), que terminaron de impulsar la transición a la democracia. En su elección intermedia (1997) el PRI perdió, por primera vez, la mayoría en la Cámara de Diputados y la jefatura de gobierno del Distrito Federal. Cuando comenzó su sexenio, había solamente 2 gobernadores de oposición (ambos del PAN); cuando terminó, había 12 (7 del PAN y 5 del PRD). Y en la elección del 2000, finalmente, reconoció la derrota del PRI y le entregó la banda presidencial a un candidato de oposición.
Podrán reprochársele muchas cosas (e.g., el “error de diciembre”; su manejo del conflicto en Chiapas, de las masacres de Acteal o Aguas Blancas; el Fobaproa; las Afores; las privatizaciones en materia de infraestructura, energía o minas) pero siendo honestos, en buena lid, no se le puede regatear su compromiso con la democratización del sistema político mexicano. Frente al atentado que la reforma judicial de López Obrador representa contra ese legado democrático (y hay un amplísimo consenso en ese sentido en el gremio jurídico, entre expertos nacionales y extranjeros, incluso entre los especialistas en retroceso democrático) está en lo correcto el expresidente al salir a defenderlo. Y al hacerlo, además, con tanta claridad, convicción y contundencia.
No por predecible es menos lamentable la respuesta del obradorismo. Sheinbaum dijo que Zedillo es un “representante del viejo régimen” y no tiene “autoridad moral”; López Obrador, que “es de risa, hace el ridículo”. Ninguno intentó rebatir siquiera sus argumentos, ambos se limitaron a desacreditarlo personalmente a él y a avivar el fuego del agravio contra un pasado tan genérico como simplificado. Sus voceros y simpatizantes en los medios, ya se sabe también, no tardaron en hacerles segunda.
Con todo, hay algo en la voz de Zedillo que no resulta tan fácil de desoír. Por los niveles de aprobación que tuvo durante la segunda mitad de su sexenio, por el tipo de expresidente que ha sido, por la calidad de la argumentación que hizo. Lo intentarán, pero lo cierto es que a Zedillo (a diferencia de López Obrador) nadie puede acusarlo de protagónico, de estridente ni de poco serio. Nunca lo fue ni tampoco lo está siendo ahora. Está haciendo sonar las alarmas y le sobran razones válidas –históricas, políticas y personales– para hacerlo. Bien por él. Lo trágico es que en el régimen de la “nueva hegemonía” no hay oídos para escucharlas, oídos para otra cosa que no sea la narrativa del señor de las mañaneras. Quien insiste en que ya pronto se irá a “La Chingada”, pero que parece más bien empeñado en llevarse al país para allá.
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