Andrés Manuel López Obrador estableció reglas y dinámicas formales e informales para conducir el liderazgo presidencial, para regir la relación del Ejecutivo con los demás poderes y con el partido dominante, y para alcanzar objetivos de política electoral y política pública. Claudia Sheinbaum tendrá que consolidar, ajustar e institucionalizar esas reglas y dinámicas para asegurar la viabilidad, la durabilidad y la estabilidad del nuevo régimen. En otras palabras, tendrá que delinear los límites, las normas y los contornos del nuevo régimen político mexicano. Es un desafío enorme, pues diversos actores políticos están listos para probar de qué está hecho el nuevo sistema, para así moldearlo a su favor.
Los actores del nuevo régimen (primera parte)
Con este párrafo concluí mi entrega anterior. Retomo el tema en este espacio. Si definimos al sexenio de López Obrador como un período de instauración de un nuevo régimen político, podemos visualizar al gobierno de Sheinbaum como uno de consolidación. Por tanto, diversos actores políticos se movilizarán para que los límites, las normas, las prácticas y las relaciones de poder del nuevo régimen se consoliden de manera favorable a sus intereses.
En primer lugar, y en una situación sui generis para la política mexicana, tenemos a López Obrador, el presidente saliente que ya se ha movilizado para marcar directrices y límites a su sucesora por medio de las reformas constitucionales del Plan C y mediante nombramientos en el gabinete.
En 1969, el dictador Francisco Franco declaró que ya había dejado todo “atado y bien atado” para que su régimen político continuara una vez que él estuviera fuera de la escena. Se podría decir que López Obrador también ha dejado todo “atado y bien atado” para que su agenda, sus prioridades y las prácticas políticas que instauró continúen una vez que él deje la presidencia. Puesto que ya escribí sobre este asunto , no dedicaré muchas líneas a la relación de López Obrador con Sheinbaum.
No obstante, es importante decir que, durante los primeros dos años de su gobierno, es probable que Sheinbaum actúe como si fuera la disciplinada discípula de López Obrador. No será sino hasta el tercer año de gobierno que veremos su verdadero talante: o bien construirá sus propios entramados de poder para marcar su huella en la institucionalización del nuevo régimen, o bien se limitará a administrar las herencias de su antecesor. Por supuesto, ambos comparten partido, proyecto y causas, por lo que sería ilógico esperar un rompimiento abierto o un gobierno radicalmente distinto al de López Obrador, pero aún es una incógnita qué tanto marcará su sello propio Sheinbaum en la consolidación del nuevo régimen político.
Otros actores importantes para la definición de las normas, los límites y las relaciones de poder en el nuevo régimen son los liderazgos de Morena: legisladores relevantes (como Adán Augusto López y Ricardo Monreal), gobernadores (como Clara Brugada, Alfonso Durazo y Rocío Nahle), dirigentes partidistas (particularmente, Luisa María Alcalde) y secretarios de Estado (como Mario Delgado, Omar García Harfuch y Rosa Icela Rodríguez).
¿Mantendrán la disciplina sin López Obrador en la presidencia? ¿Le responderán a Sheinbaum o dividirán sus lealtades entre ella y AMLO? ¿Desde qué momento y mediante qué acciones se movilizarán rumbo a la sucesión de 2030? ¿La coalición gobernante logrará procesar efectivamente esas diferencias? ¿Por medio de qué mecanismos? ¿Los liderazgos buscarán la institucionalización del partido con procedimientos y reglas claras, o preferirán la permanencia de la dinámica de partido-movimiento, más flexible, más eficaz para la movilización electoral, pero también más inestable?
Me parece que de la respuesta a estas preguntas dependerá la durabilidad y la estabilidad del nuevo régimen. Si la coalición gobernante logra construir mecanismos —formales e informales— para procesar sus diferencias y mantener un nivel razonable de cohesión y disciplina, entonces es probable que el nuevo sistema sea duradero y resistente. Si no lo consigue, será inestable y frágil.
Las Fuerzas Armadas serán otro actor de primera importancia. Durante el sexenio de López Obrador, los cuerpos militares se consolidaron como el principal brazo operativo del Estado y como el más importante gestor de negocios públicos. Por un lado, este empoderamiento de los cuerpos castrenses ocasionó un profundo desbalance en la relación cívico-militar; por el otro, contribuyó a la consolidación de una élite empresarial-militar con potencial de volverse depredadora, al aprovechar la opacidad y la discrecionalidad que caracterizan a las Fuerzas Armadas, y al valerse de medios castrenses para proteger y ampliar sus feudos económicos.
Las Fuerzas Armadas no son monolíticas; por el contrario, son cuerpos heterogéneos con facciones que tienen intereses a veces compatibles y en ocasiones competitivos: por ejemplo, algunos militares han mostrado su preocupación por el potencial de corrupción que implica la consolidación de la élite empresarial-militar. Sin embargo, es altamente probable que, durante la administración de Sheinbaum, las cúpulas castrenses aprovechen que se han vuelto indispensables para el gobierno civil con el objetivo de consolidar y extender su injerencia política y su presencia económica en el nuevo régimen.
La próxima semana continuaré con otros actores importantes: el empresariado, los sindicatos, el crimen organizado y, por supuesto, Claudia Sheinbaum y su equipo.
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Nota del editor: Jacques Coste ( @jacquescoste94 ) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.