Con el inicio del PRI en 1929, entonces como Partido Nacional Revolucionario, inicia también una etapa política de reconstrucción de una sociedad postrevolucionaria profundamente pulverizada.
Los gobernantes de aquella época estaban conscientes de que era urgente dotar a México de identidad nacional, de algo que permitiera cohesionar una población tan dividida y distanciada; y no solo a nivel social sino también gubernamental.
Así, con visión de país, se fueron creando instituciones de toda índole, con una narrativa de nación. Por supuesto, con ciertas licencias en la interpretación de la historia; pero se logró dar identidad.
Los gobiernos del PNR, después Partido de la Revolución Mexicana (PRM) en 1938 y finalmente Partido Revolucionario Institucional (PRI) a partir de 1946, se preocuparon por construir condiciones de estabilidad social y económica, para legitimar la estabilidad política.
Generaron estructuras gubernamentales profesionales, con reconocidos servicios informales de carrera; impulsaron cuadros de servidores públicos con vocación; liderazgos políticos estadistas con visión de mediano y largo plazo para el país.
El partido mismo se construyó bajo la base de sectores de la sociedad para asegurar representar todos los intereses; ejemplo para muchos partidos en el mundo. Sectores como el campesino, el obrero y el popular. De allí la famosa frase: en el PRI cabemos todos.
Por supuesto que se llegó a niveles importantes de desgaste en el ejercicio del poder, particularmente a finales de los años 60 y durante los 70, ante la llegada de personajes personalistas y autoritarios. Pero en su momento se supo corregir el rumbo.
Desde la gran reforma política de 1977 que arrancó el histórico proceso de apertura democrática, durante los 80, y particularmente la primera mitad de los 90, se regeneraron muchas estructuras anquilosadas, dando paso a políticos y funcionarios públicos más modernos.
Esta etapa de recomposición generó, además de reformas políticas fundamentales, reformas económicas que dieron las bases de estabilidad macroeconómica que hasta la fecha podemos ver.
Por eso es que muchos en su momento pensábamos que el 2000 no era el año para la alternancia. Era fundamental darle un último sexenio al PRI para consolidar esas reformas. Y ya en 2006 cambiar de rumbo, sobre la base de un país sólido en lo económico y estable en lo político y social.
Lamentablemente, muchos en la sociedad, así como el último presidente priista, tenían una visión distinta. La sociedad, entendiblemente harta; y el mencionado presidente, por aires de grandeza.
El PAN, un partido fundamental para la estabilidad política y la democracia mexicana desde su creación en 1939, que había construido cuadros y liderazgos muy preparados, lanzó a un improvisado a la contienda presidencial del 2000, claramente no apto para la tarea.
Con Fox, ante su inexperiencia y su clara falta de entendimiento de la política nacional, llegó con su actitud pendenciera a perder los finos controles que daban estabilidad al país, regresando poder desmedido a poderes fácticos que ya estaban controlados.
Revivió un conflicto social ya dormido, volvió a empoderar a las grandes centrales sindicales ya limitadas por Salinas, dio rienda suelta a empresarios no necesariamente íntegros, y sobre todo, quitó todos los límites al crimen organizado.
Siendo justos con Calderón, Fox le heredó un país agarrado de alfileres; pero Calderón llegó a quitarle esos alfileres sin importarle las consecuencias.
Con su famosa guerra contra el narco, cuya estrategia era más motivada por razonamientos, filias y fobias políticos que por inteligencia, permitió a los grupos criminales expandir sus actividades más allá de sus regiones, y mucho más allá del mero narcotráfico.
Además, a pesar de su polémica elección y de las condiciones en las que tomó protesta, gracias a la institucionalidad del PRI, se dedicó a violentar acuerdos políticos y a dinamitar lo que tuviera en frente, empezando por el propio PAN y el empresariado, hoy desmemoriado.