En primer lugar, la Suprema Corte fue uno de los principales factores de equilibrio de poder durante la primera presidencia de Trump, ya que frenó varios decretos que contravenían el orden constitucional. Sin embargo, a lo largo de su mandato, Trump nombró a tres ministros que simpatizaban con su proyecto político. Con ello, consolidó una mayoría conservadora en el máximo tribunal estadounidense: de nueve ministros, seis son conservadores (tres nombrados durante las presidencias de Bush padre e hijo, y tres designados por Trump).
Por tanto, en un segundo mandato, Trump ya no enfrentaría el contrapeso de la Corte. La mayoría conservadora tendería a validar sus acciones de gobierno, incluso si desafiaran el orden constitucional. Particularmente, los tres ministros que nombró actuarían como aliados incondicionales en la Corte (¿les suena conocido?).
Por otra parte, durante su primera presidencia, Trump enfrentó el contrapeso de un sector minoritario pero significativo del Partido Republicano. Por ejemplo, los excandidatos presidenciales John McCain y Mitt Romney mantenían cierta influencia el partido. Incluso el vicepresidente Mike Pence representaba un contrapeso ligero frente a Trump, que al final resultó ser significativo, pues se negó a cumplir la orden trumpista de sabotear la certificación del proceso electoral de 2020, para así evitar que Joe Biden llegara a la presidencia.
Personajes como Pence, McCain, Romney y otros republicanos sin duda eran profundamente conservadores en temas de raza, género, diversidad y migración. Además, pugnaban por un gobierno pequeño sin afanes de redistribución de la riqueza, no les interesaba la construcción de un Estado de bienestar y sostenían posiciones de política exterior imperialistas. Con todo, eran conservadores más predecibles e institucionales, que respetaban las leyes y los procesos democráticos: los resultados de las elecciones, las votaciones en el Congreso, la libertad de expresión, etc.
Hoy, ese sector del Partido Republicano está totalmente debilitado, como se ha visto en las elecciones primarias, en las que Trump está arrasando. El expresidente es el mandamás del partido: los aspirantes que se someten a él son quienes ganan las candidaturas, los legisladores que lo apoyan públicamente son quienes pesan en el Congreso, los medios de comunicación conservadores que lo cubren positivamente son los que mantienen su popularidad y sus simpatizantes se han convertido en la base dura del partido.
Sin el contrapeso interno del conservadurismo más tradicional, en su eventual segunda presidencia Trump podría hacer y deshacer a su antojo: no sólo sin enfrentar resistencias en su propio partido, sino incluso con sus seguidores aplaudiendo y celebrando decisiones caprichosas, descabelladas o contraproducentes.
Más aún, los simpatizantes republicanos en realidad no apoyan al aparato formal del partido, sino al movimiento político creado y liderado por Trump: Make America Great Again (MAGA), que se caracteriza por ser personalista, por su tendencia a creer y difundir teorías de la conspiración, por la visión de los adversarios políticos como sujetos inmorales, por el maximalismo de sus propuestas y acciones —todo o nada, no hay puntos medios—, por el supremacismo blanco y por el revanchismo cimentado en la nostalgia de un pasado nacional idílico (que en realidad nunca existió). Dicho de otro modo: Trump tiene una base de seguidores dispuesta a seguirlo hasta las últimas consecuencias.