Con conexión emocional, los discursos políticos fluyen hacia el electorado. Pero no sólo es imagen personal. Los partidos también tienen impacto psicológico. Candidato y partido son una mancuerna. Ambos se potencian y, de nuevo, no sólo para ganar: también para perder.
Marcelo Ebrard parecía un candidato fuerte. Bastantes personas le seguían. Pero el distanciamiento de su partido desplomó su aprobación ¿Por qué? Es la misma persona, es el mismo candidato, y no cambió su agenda, ¿entonces? Su afiliación partidista le abría paso para ser escuchado. Hoy en día, para mucha gente, ya no es un candidato “inteligente”, sino que carga con la bandera de la “traición”. La imagen no es sólo cuestiones cosméticas o lenguaje corporal, también debe provenir de la afiliación política correcta. Nadie se imagina a un candidato del PAN diciendo “primero los pobres”, y si lo dijera alejaría a su propio electorado sin acercar al de Morena.
La dificultad para las mujeres
Los ciudadanos no conocen a las y los candidatos, y dependen de su imagen para confiar o no en sus palabras. Y, como en todo, en la imagen política hay desigualdades de género. Las candidatas suelen ser juzgadas con mayor dureza y con los mismos sesgos que sufren las mujeres en la vida cotidiana. Sandra Cuevas y Vicente Fox comparten un estilo arrojado y conflictivo. Una sobre cuatrimoto y el otro calzando botas, ambos insultaban a quien fuera necesario para mostrar que son el alfa de la manada. Fox ganó una elección presidencial; Cuevas ha sido repudiada por una buena parte de la gente. Por mucho que los tiempos hayan cambiado, se exige a las mujeres que mantengan una apariencia recatada y “femenina”.
Como ejemplo, tenemos a Claudia Sheinbaum, que pasó de las valencianas sostenidas con clips a un aspecto pulcro y a representarse con un logo muy semejante al de la franquicia Barbie. No le alcanzó con enumerar sus aciertos como ejecutora o sus logros como científica; tuvo que convertirse en una mujer arreglada e impecable para ser candidata presidencial.