El nivel y calidad de la primera línea de atención es fundamental para el éxito del procedimiento de que se trate. Esta persona realiza una labor importantísima de contención y es quien puede transmitir confianza, seguridad, empatía; o bien, por el contrario, su desempeño puede obstaculizar y hacer nugatoria la cadena de atención.
El éxito de estos procedimientos es una medición valiosa para definir el porcentaje de la protección y respeto de los derechos de la ciudadanía, pero también nos dice el grado de certeza y confianza que los individuos tienen para sus instituciones, ya sean públicas o privadas. Estos datos no son un tema menor pues nos habla desde la solidez del Estado de Derecho hasta del éxito, estabilidad y futuro de una empresa.
Esta labor primaria de atención requiere amabilidad, empatía, eficiencia y capacidad para transmitir confianza y conocimiento. En principio, ello suena posible y hasta sencillo de realizar; sin embargo, cuando a dicha fórmula le agregamos componentes de emergencia, tragedia, injusticia y vulnerabilidad de la víctima o usuario del servicio de que se trate, la situación se torna altamente compleja.
Escuchar y recibir relatos de violencia, atender a diario emergencias médicas -en las que incluso se pierdan vidas-, contestar múltiples llamadas solicitando atención ciudadana, ejercer labores de cuidado con gran carga y desgaste emocional, son actividades que requieren -además de los conocimientos técnicos y de cierta vocación de ayuda- de fortaleza mental y emocional. No obstante, por lo menos en países como el nuestro, esta preparación psicológica del contacto primario, han sido, en el mejor de los casos, tomados muy poco en cuenta.
Pensemos por ejemplo en los profesionales de salud. Ellos -de preferencia- deben ganar la confianza de sus pacientes por lo que comúnmente desarrollan aptitudes y actitudes afectivas para lograr interacciones humanas y cálidas que permitan mitigar el sufrimiento de quien está frente a un padecimiento. Posiblemente esta sea la explicación del por qué el personal de salud sea una de las profesiones más demandantes y estresantes a nivel emocional y mental.
Desafortunadamente, en múltiples ocasiones los receptores primarios tienen carencia de herramientas para brindar una atención eficiente y empática a la vez, y muchas veces se encuentran inmersos en un desgaste emocional agudo que produce estrés postraumático secundario, también conocido como fatiga por compasión o síndrome vicario.
Los principales síntomas del desgaste emocional son sentimientos de apatía e impotencia ante el sufrimiento del paciente; disminución de empatía y sensibilidad; sentirse abrumado y agotado; sensación de desapego; insensibilidad y desconexión emocional; pérdida de interés; entre otros.
Este síndrome constituye un mecanismo de defensa mediante el cual una persona da la vuelta al dolor ajeno para protegerse. Suena a simple técnica de supervivencia, no obstante, cuando se trata de primeros respondientes, la pérdida de sensibilidad o empatía puede provocar un shock que implique toma de decisiones poco asertivas en emergencias médicas, revictimización, inaccesibilidad a la justicia, impunidad, etc.
Dicho fenómeno suele confundirse con el burnout, pero no son lo mismo. El burnout se refiere a un agotamiento físico y emocional y disminución de la satisfacción laboral, normalmente surge como una respuesta al estrés prolongado en cualquier profesión. Por su parte, la fatiga por compasión o síndrome vicario está mayormente relacionado con la exposición al “trauma” y no requiere de contacto prolongado para actualizarse, afectando principalmente a profesionales de la salud, a primeros respondientes y en general a la primera línea de atención de pacientes y/o víctimas.
Ahora bien, si recordamos que la función de estos primeros respondientes es fundamental para el éxito del procedimiento de que se trate y que dicho éxito es un índice significativo para medir diversos factores de nuestra sociedad, me parece que es tiempo que los tomemos en serio y que blindemos estas labores y funciones con herramientas necesarias que permitan que la empatía y la sensibilidad no sean un arma de doble filo.
Así, cualquier institución pública y privada, deberá garantizar que las personas que constituyan la primera línea de atención tengan periodos de descanso y desconexión, que tengan elementos para desarrollar habilidades de afrontamiento, adaptación y autocuidado, así como apoyo psicológico; así, sería más fácil establecer límites e identificar cuando están llegando a un punto de “quiebre” y evitar las consecuencias que este síndrome puede traer.