Sin embargo, en 2007 mi padre sufrió un accidente y cayó en coma. Fue intervenido medicamente y su vida se salvó. Tuvo un proceso muy largo y desgastante de “recuperación” en el cual, gracias a la inflamación del cerebro, tuvo cualquier cantidad de alteraciones. Mi madre fue en ese entonces quien se aferró a mantenerlo, vivo y a su lado. Nunca regresó a ser quien era antes. Sus nuevas condiciones de vida le obligaron a dejar de consumir las cantidades de alcohol que antes tomaba y ahora se le tenían que administrar muchos medicamentos, algunos de ellos lo tenían sedado gran parte del día. Duró 10 años así.
Ciertamente disminuido en su autonomía, los cuidados de mi madre le dieron una vida tranquila; tal vez por primera vez en toda su existencia. Ya no había golpes ni escándalos, no podía hacerlos. En su lugar, descubrimos a un hombre necesitado de mucho cariño y con cierta chispa. Durante ese tiempo fue una pareja, un padre y un abuelo amoroso. Falleció hace más de cinco años de causas naturales.
En muchas ocasiones las pacientes que acuden a un hospital padecen de enfermedades terminales o simplemente tienen una condición permanente que les genera dolor y merma su calidad de vida; se requieren tratamientos que ayudan, pero que claramente no representan una mejora en su estado de salud.
Estas personas no van a recuperar su vida previa; algunas de ellas ni siquiera pueden contemplar un futuro en el que sean autosuficientes o sin dolor. Esta última etapa de la vida se puede convertir en el peor infierno.
¿Hasta qué punto podemos pedirle a esa persona que se aferre a vivir?
La RAE define la eutanasia o “buena muerte” como la intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura o muerte sin sufrimiento físico. La eutanasia activa implica que un profesional de la salud administre intencionalmente una sustancia para provocar la muerte del paciente; en la eutanasia pasiva solamente se elimina la intervención médica que mantiene con vida a un paciente en estado terminal.
Por su parte, la CONAMED señala al “suicidio médicamente asistido” como la ayuda que da un médico a un paciente, proporcionando medios para acabar con su vida. En este caso es el médico quien proporciona al paciente un medicamento letal para que éste autónomamente realice la acción final.
Sin duda la situación que viven tanto pacientes como sus seres queridos al enfrentarse a estos dilemas no es sencilla. Un porcentaje de la población está en contra de cualquier tipo de intervención humana para concluir con la vida de una persona. Detrás de estos posicionamientos suelen encontrarse argumentos morales y religiosos, pero también mitos y prejuicios.
Este dilema tampoco es ajeno a la labor de los médicos. El juramento hipocrático -el cual realizan al terminar sus estudios- establece en términos generales que deben velar por la vida de los pacientes en todos los escenarios posibles. En sus inicios, este juramento establecía que no se debía administrar ningún fármaco mortal, aunque así se lo pidan los pacientes, ni se tomaría la iniciativa de sugerirlo.
Estas modificaciones me hacen recordar la epístola Melchor Ocampo. En su momento se entendía y justificaba su uso, pero las construcciones sociales del siglo XX obligaron a que, durante la celebración de los matrimonios civiles, su lectura se dejara de lado. La evolución de nuestra sociedad hace imperioso que este tipo de documentos se actualicen para hacerlos compatibles con nuestra realidad.