En México, la pobreza extrema viene acompañada, muchas veces, de dos designaciones que son casi sinónimos: “rural aislado”, por un lado, e “índígena”, por el otro. En 2020, el 76.8% de la población indígena se encontraba en condición de pobreza multidimensional.
#ColumnaInvitada | Los olvidados
La pobreza rural indígena es estructural, pues se ubica en regiones que no ofrecen oportunidades para crear riqueza de forma sustantiva y duradera. Por más que extensionistas, sociólogos y ambientalistas busquen la forma de vender productos de estas regiones en mercados que valoren su proveniencia y la sabiduría ancestral empleada para su elaboración, la verdad es que este tipo de valor agregado tiene un mercado limitado en México, además de que existe una multitud de barreras para poder llevar a cabo proyectos de esta índole (infraestructuras de comunicación, falta de acceso a internet, bajo nivel de educación, entre otros).
Ahora bien, si bien los programas que llegan a estas regiones no son una solución per se, dado el grado de pobreza de las personas que ahí viven, son una fuente de ingresos importante para estas familias. El más relevante de estas últimas décadas ha sido, sin lugar a dudas, el programa Progresa-Oportunidades-Prospera (denominado “POP”, el cual garantizaba un ingreso mínimo bimestral a madres con hijos escolarizados). El programa Procampo (luego Proagro, y actualmente Producción para el Bienestar) tiene una cobertura relativamente importante en estas regiones, por ser de vocación agrícola, aunque el monto que representa es sustancialmente menor que el que proporcionaba el POP.
Los resultados de varios estudios muestran que los programas sociales de la actual administración llegan en menor medida a las personas de los deciles más pobres comparado con los sexenios anteriores (INDESIG, 2021); Ethos señala que, de manera general, estos programas no cuentan con una estrategia de selección de regiones con mayores índices de pobreza.
En efecto, de un listado de 17 programas prioritarios de este gobierno, dos de ellos están enfocados en pequeños productores rurales, por lo que se supone que deberían de coincidir en gran medida con las comunidades rurales indígenas. Se trata de Producción para el Bienestar, por un lado, y Sembrando Vida, por el otro. No obstante, el grado de concentración de sus padrones en los municipios más pobres del país (definidos como aquellos en donde 9 de cada 10 personas se encuentran en esta situación) es muy bajo: representa tan solo el 16% del total de beneficiarios del programa de Producción para el Bienestar, y el 15% del programa Sembrando Vida.
Como otra prueba de que esta población no es prioritaria para el gobierno, para el 2022, el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas tuvo un presupuesto aprobado de 3,819 millones de pesos, lo que representa una reducción del 37.3% en comparación con 2018, el último año de la anterior administración.
Pero el suceso más preocupante para las comunidades rurales indígenas del país es, sin lugar a dudas, la desaparición del programa POP, pues dejó desprotegidas a familias en situación de pobreza extrema.
Ahora bien, las poblaciones indígenas tienen pocas voces que las representan a nivel nacional, justamente porque están dispersas y en condiciones de pobreza. Aunado a ello, las personas que ahí radican están acostumbradas a salir adelante por su cuenta (pues no es posible depender sólo de los apoyos del gobierno). Los factores que realmente mueven la economía de estas familias son las posibilidades que tienen de migrar, sea a la ciudad, a las labores agrícolas del norte del país o a Estados Unidos.
En resumen, las estadísticas muestran que es bastante probable que las zonas rurales indígenas del país, donde se concentra la pobreza extrema y estructural, cuenten con mucho menos apoyos gubernamentales que en los sexenios anteriores. En los hechos, eso representa una situación sumamente grave para cientos de miles de familias, aún más en el contexto de la crisis por la pandemia. No obstante, la brecha entre estas regiones y las clases intelectuales y políticas es tal que un hecho tan grave logra pasar desapercibido. Los olvidados están resignados a quedarse en el olvido, sin que nadie abogue por ellos.
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Nota del editor: Laure Delalande (@lauredelalande) es Directora de Inclusión y Desarrollo Sostenible en Ethos Innovación en Políticas Públicas (@EthosInnovacion). Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.