Creo que nadie ha reparado en ello salvo por Guillermo Sheridan, que lo identificó en su columna de la semana pasada al señalar el “curioso giro” que estaba dando un líder “convencido de que la ley es menos importante que la justicia” al terminar exigiéndole a la UNAM que “judicialice el problema ético del plagio académico involucrando al ministerio público” ( https://bit.ly/3Hr7Qyz ). Y es que ante la existencia de un déficit en la legislación universitaria respecto a lo que procede en el caso de un plagio de tesis de licenciatura plenamente acreditado pero cometido hace más de 30 años, el rector Graue optó por advertir que no actuaría por encima de lo que las normas le permiten, “de forma apresurada o irresponsable en respuesta a presiones externas para hacer juicios sumarios”, a pesar de la indignación generalizada que ha provocado el caso y del repudio inequívoco que merece semejante falta de integridad por parte de la exalumna, ahora ministra, Esquivel. Una posición frustrante aunque sensata, que no busca darle la vuelta a la complejidad del problema sino admitirla, acatando límites y asumiendo costos, para atenderla con la seriedad que las circunstancias exigen. Todo lo cual fue calificado por el presidente como “puro choro mareador”; lo que procede, según López Obrador, “es meter una denuncia para que el ministerio público resuelva”.
El rector trata de cuidar las formalidades legales y de mantener el caso dentro de la esfera de la autonomía universitaria; el presidente desdeña dichas formalidades como vil palabrería y concluye que la solución es desplazar el caso al ámbito judicial. Es el mismo presidente, por cierto, que no se ha cansado de descalificar a jueces, magistrados y ministros, que los tilda de títeres de intereses creados y cómplices de la oligarquía, la corrupción y la impunidad, cuando no deciden a su favor. ¿Ahora resulta que confía más en ellos que en la propia Universidad Nacional? Qué raro.
Sin embargo –y esto es lo fundamental–, el rector no se escuda en el vacío legal para ahorrarse la condena moral, al contrario: dice que el plagio no es un asunto menor sino un acto “doloroso”, “reprobable”, “inadmisible”, una “usurpación de ideas y talentos” que “pone en entredicho la ética y la moral de quien lo comete”, que “ofende y “lastima” a la comunidad universitaria. ¿Y qué hace frente a la gravedad de ese acto el presidente que tanto cacarea la importancia de los valores morales? Atacar a quien lo denunció en primera instancia, cuestionar las intenciones de quienes llaman a que la ministra renuncie, incurrir en la contradicción de sugerir que en ejercicio de su autonomía la UNAM ponga el caso en manos de un ministerio público… En pocas palabras, cualquier cosa menos condenar abierta y directamente la inmoralidad del acto en el que incurrió su ministra. Es el mismo López Obrador, por cierto, que proponía “predicar con el ejemplo”; que hacía de la “honestidad valiente” su emblema; que en reiteradas ocasiones ha sostenido que hay acciones que pueden ser legales pero no por eso son morales, y por lo mismo merecen sanción social incluso si no hay manera de sancionarlas legalmente.