La aprehensión de Ovidio Guzmán es un golpe al crimen organizado, sobre todo a la facción del Cártel de Sinaloa encabezada por varios hijos de Joaquín Guzmán. También representa un desagravio para las Fuerzas Armadas, que tras el Culiacanazo de 2019 quedaron muy exhibidas por su falta de planeación para capturar al capo, por la asombrosa capacidad de respuesta que demostró el cártel y por la decisión presidencial de mejor dejarlo ir “para evitar una masacre”. Finalmente, también es un trofeo que el gobierno mexicano puede presumir para contrarrestar las críticas de que es demasiado blando con la delincuencia, incluso de que está coludido con ella, o de que no está haciendo lo suficiente para detener el tráfico de drogas –sobre todo de fentanilo– a Estados Unidos. La operación, en ese sentido, ahora sí fue un éxito. Sin embargo, es un éxito condenado a fracasar.
Ovidio, otro éxito condenado a fracasar
Primero, porque de detenciones de “cabecillas” está empedrado el camino histórico que desemboca en la violenta actualidad mexicana: Ernesto Fonseca (1985), Rafael Caro Quintero (1985 y 2022), Miguel Ángel Félix Gallardo (1989), Juan José Quintero Payán (1992 y 1999), Joaquín Guzmán (1993, 2014 y 2016), Osiel Cárdenas Guillén (1993), Héctor Palma (1995), Juan García Abrego (1996), Adán Amezcua (1997 y 1999), Benjamín Arellano Félix (2002), Alfredo Beltrán Leyva (2008), Edgar Valdez Villareal (2010), Mario Cárdenas Guillén (2012), Miguel Ángel Treviño Morales (2013), Héctor Beltrán Leyva (2014), Vicente Carrillo Fuentes (2014), Omar Treviño Morales (2015), Dámaso López Nuñez (2017)… Vaya, esa lista ni siquiera es exhaustiva. Como en el mito de la Hidra de Lerna, lo sabemos bien y desde hace mucho, a los “cárteles” les cortan una cabeza y les salen otras.
Segundo, porque el hecho de que en esta coyuntura las Fuerzas Armadas hayan logrado reivindicarse no elimina el problema estructural respecto a la militarización de la seguridad pública. Por un lado, se plantea como una política drástica pero necesaria, como la única medida verdaderamente realista dado el arraigo que la criminalidad ha conseguido; en suma, como una solución inevitable. Por el otro lado, casi dos décadas de experiencia muestran que en realidad militarizar es una solución que no resuelve la inseguridad pública sino que genera una dificultad adicional: la de unas Fuerzas Armadas empoderadas que no rinden cuentas, que se vuelven muy susceptibles a la corrupción, que exigen cada vez más poder y recursos pero entregan muy magros resultados. Podrán atrapar o abatir a este o aquel líder, decomisar toneladas de tal o cual droga, desplegarse aquí o allá; no importa, a final de cuentas el saldo es que los niveles de violencia no ceden y la gobernanza criminal no deja de crecer.
Y tercero, porque el combate contra y la complicidad con la delincuencia no son mutuamente excluyentes. Un gobierno puede perseguir al mandamás de un grupo criminal al mismo tiempo que reciben apoyos de otros. Un partido político puede denunciar a sus opositores por haber tenido vínculos con el “narco” al mismo tiempo que postula a un candidato también vinculado al “narco” para gobernador. Un presidente puede declarar la guerra “para que la droga no llegue a tus hijos” durante todo su sexenio y que algunos años después su secretario de Seguridad Pública esté acusado en Estados Unidos de recibir sobornos y conspirar para el narcotráfico. Además, ¿de qué sirve hacer más para “cumplirle” a Estados Unidos cuando ese país no hace nada equivalente en lo relativo al tráfico de armas desde su territorio hacia México?
No se trata de regatearle importancia al golpe que dio el gobierno en turno; se trata de recordar que golpes como este los hemos visto muchas veces antes. Y, bueno, pues aquí seguimos. El tema no es la falta de modestia sino de memoria. De éxitos como este que ahora celebran quienes están el poder estuvo hecho el fracaso de quienes estuvieron antes. Plus ça change…
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