Los detalles de la muerte de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en esa zona del norte de México van mucho más allá del horror homicida. Versiones sugieren que el horror comenzó por un desacuerdo en –de verdad, parece increíble– un partido de béisbol en el que uno de los equipos era patrocinado por un delincuente poderoso de la localidad, apodado “El Chueco”.
De un desacuerdo, que en un país más o menos civilizado se quedaría en una trifulca o alguna otra tontería de masculinidad tóxica, se derivó, en cambio, una espiral de sangre: balas, secuestros, casas incendiadas, sacerdotes ultimados, cuerpos tirados en el medio de la nada, peor que animales.
¿Qué explica una espiral así? Solo la impunidad.
Quizá algún día sabremos los detalles que llevaron a ese hombre al que llaman “El Chueco” a concluir que la única manera de dar salida a sus agravios, cualesquiera que hayan sido, era la violencia homicida. Pero más allá de sus motivaciones, lo que está claro es el contexto que permite que la pasión asesina de ese hombre se volviera una realidad.
Esa maravillosa zona de Chihuahua se ha vuelto una pesadilla porque no hay ley que valga. O, mejor dicho: la única ley que vale es la que imponen los que viven fuera de ella de manera sistemática.