No obstante, si simplemente nos limitamos a culpar al actual presidente, seremos incapaces de analizar las raíces profundas de estos procesos y, por tanto, caeremos en el error de pensar que, cuando termine este sexenio, quedarán conjurados los riesgos derivados del empoderamiento político-económico de los militares.
Con base en estas consideraciones, sostengo que la causa principal de la progresiva militarización del gobierno civil es que nuestra transición a la democracia no incluyó una refundación de la relación cívico-militar. Por el contrario, los viejos arreglos informales del régimen posrevolucionario persistieron, al tiempo que el Ejército creció en elementos, facultades, poder político, injerencia económica y presupuesto.
En colaboraciones anteriores he explicado más a detalle este asunto, por lo que ahora no me interesa profundizar en mi argumento. Más bien, considero importante reflexionar sobre el papel que idealmente debe desempeñar el Ejército en un país democrático para, a partir de ahí, dimensionar por qué el estado actual de cosas en México es sumamente preocupante.
Un libro muy útil para este propósito es Civil-Military Relations and Democracy, coordinado por Larry Diamond y Marc F. Plattner. La obra ya tiene sus años (se publicó en 1996), pero, como ocurre con muchos textos escritos durante el apogeo del optimismo democrático-liberal que caracterizó a la posguerra fría, es útil leerla en la actualidad para comparar las expectativas sobre la democracia modelo que existían en los años noventa y lo que acabó ocurriendo en realidad.
Así pues, me permitiré resumir, de forma apretada, algunas condiciones mínimas que los autores de esta obra consideran que debe cumplir una relación cívico-militar saludable para una democracia. No se trata de reglas escritas en piedra, pero sí son recomendaciones del papel que las fuerzas armadas deberían desempeñar en sistemas políticos democráticos, o bien líneas rojas que, si el Ejército cruza, la democracia y la estabilidad republicana pueden correr peligro.
En primer lugar, lo deseable es que los ministerios de guerra (Sedena, en el caso mexicano) estén dirigidos por funcionarios civiles y que el gobierno incentive la formación de cuadros civiles especializados en seguridad nacional y labores de inteligencia, para así no depender enteramente de las cúpulas militares para la planeación y la ejecución de estas tareas básicas para preservar la integridad y la estabilidad del Estado.
Esto está muy lejos de ocurrir en México, pues las Secretarías de Defensa y Marina nunca han dejado de estar bajo el dominio de militares. Lo preocupante es que el único momento en que se discutió seriamente la posibilidad de que civiles encabezaran estas dependencias fue durante el sexenio de Vicente Fox; sin embargo, como en muchos otros frentes, el presidente panista optó por preservar los viejos arreglos políticos priistas. Así las cosas, los militares siguen llevando la voz cantante en las políticas de seguridad e inteligencia.
En segundo lugar, en un país democrático, es deseable que la Constitución especifique qué tareas pueden desempeñar las fuerzas armadas en “tiempos normales” y cuáles están reservadas para circunstancias “excepcionales”. Estas últimas deben estar bien delineadas, con temporalidades y márgenes de acción definidos.
Es obvio que eso tampoco ocurre en México. Los militares llevan lustros desempeñando tareas de seguridad pública y, ahora, también labores de construcción, reparto de programas sociales y un sinfín de responsabilidades, sin un marco legal que sustente y acote estas actividades.
En tercer lugar, en medio de una transición a la democracia, no se recomienda otorgar a los militares tareas que representen “privilegios y beneficios adicionales” para el Ejército, puesto que después serán “reacios a renunciar a ellas”.
Tampoco es recomendable encargar a los militares labores que impliquen la pérdida de formación, talento y capacidades de cuerpos civiles en áreas de gobierno ajenas a la seguridad nacional.