Así, los canales para el diálogo y un debate público civilizado y enriquecedor están muy acotados, casi clausurados. La deliberación y el intercambio de argumentos son bienes escasos.
Cada quien se queda con sus puntos de vista. Los ciudadanos sólo escuchan a aquéllos que comparten sus opiniones y rebaten inflexiblemente a todo aquel que piense distinto. La estridencia y el sensacionalismo son monedas corrientes en los medios de comunicación, las redes sociales y hasta en las pláticas de café. Sostener un punto de vista mesurado respecto a un asunto público se interpreta como tibieza. Quien reconoce un acierto en su contraparte es de “Corea del Centro”.
En pocas palabras, la discusión pública está rota, el nivel del debate —si se le puede llamar así— es paupérrimo, y los ciudadanos y los analistas están estáticos en posiciones rígidas y predefinidas ante todos los asuntos: todo es un acierto tremendo o una pifia garrafal del gobierno, un triunfo histórico del presidente o una derrota catastrófica para el mandatario.
Algo que me preocupa especialmente de la estridencia y la polarización que rigen nuestro debate público es la incapacidad de mirar más allá de lo coyuntural y analizar lo estructural, la imposibilidad de examinar los problemas de México como procesos de largo aliento, con tal de achacarle todos ellos a la llamada “cuarta transformación” o al “neoliberalismo”.
Por ejemplo, uno lee las columnas de opinión sobre cómo ha aumentado la violencia contra los periodistas durante este sexenio y pareciera que muchos analistas ya olvidaron que los homicidios y los ataques contra comunicadores han ocurrido desde hace lustros.
Uno escucha los comentarios sobre la militarización del país y pareciera que este proceso inició con el presidente López Obrador, cuando en realidad la construcción de nuevos equilibrios entre el poder civil y el poder militar es una deuda de la transición democrática, y fue Felipe Calderón quien convirtió al Ejército en policía.
Con esto, no insinúo que debemos abandonar las críticas y las exigencias al gobierno actual. Todo lo contrario, debemos continuar con el escrutinio y las demandas para que rinda cuentas. No obstante, al mismo tiempo, debemos ser capaces de distinguir entre lo que es culpa de este gobierno y lo que no, entre lo que inició durante este sexenio y lo que venía de atrás, pero se agravó por las decisiones y las omisiones de López Obrador.
A eso me refiero cuando sostengo que es necesario diferenciar entre los problemas estructurales y los coyunturales. La violencia contra la prensa, la falta de libertad de expresión y el empoderamiento desmedido de las fuerzas armadas son males estructurales e históricos de México, que se han agravado y redimensionado durante el sexenio de AMLO.
Esto es fundamental rumbo a la elección presidencial de 2024. Si las oposiciones caen en el exceso de culpar al gobierno de Morena por todos los males del país, entonces serán incapaces de construir un programa de gobierno con soluciones de raíz para los problemas profundos de México. Eso significaría, en la práctica, volver a una ruta similar a la de los tres gobiernos posteriores a la transición democrática (los encabezados por Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto).