El gobierno asegura que México avanza y que la clase media está creciendo. La afirmación se repite con insistencia y se respalda en cifras de organismos internacionales. Sin embargo, detrás del optimismo oficial hay un problema de fondo. La categoría que hoy se presenta como “clase media” no corresponde con la realidad económica de millones de hogares. No es un debate semántico, sino una distorsión en la forma de medir y presentar los datos.
Clase media de papel
La narrativa oficial se apoya en una clasificación del Banco Mundial, no en una definición construida desde la realidad cotidiana del país. Conviene aclararlo desde el inicio. El Banco Mundial no levanta datos propios en México. Sus estimaciones se alimentan de información que le proporciona el propio Estado mexicano, principalmente a partir de encuestas del Inegi y de registros macroeconómicos de la Secretaría de Hacienda. Con esos insumos construye comparaciones internacionales.
En otras palabras, el Banco Mundial procesa cifras oficiales del gobierno. No las audita en términos de bienestar social ni las contrasta con el costo de vida real. Su objetivo es comparativo, no doméstico.
Bajo esa metodología, la clase media se define a partir de un umbral mínimo de ingreso diario promedio por persona superior a 17 dólares, medidos en paridad de poder adquisitivo. Es una herramienta útil para observar tendencias globales, pero no fue diseñada para medir estabilidad económica, calidad de vida ni seguridad material de los hogares. Ese matiz se omite de manera sistemática.
Llevado al lenguaje llano, esos 17 dólares diarios se traducen en alrededor de 6,400 pesos mensuales. Aquí aparece el absurdo. En México, el salario mínimo mensual ronda los 8,300 pesos. Con ese ingreso, una persona apenas cubre sus necesidades individuales básicas. Un hogar, simplemente no. No hay ahorro, no hay patrimonio y no hay margen frente a imprevistos. Bajo la lógica que hoy presume el gobierno, una persona que gana menos de un salario mínimo puede ser considerada clase media. Legalmente no alcanza el mínimo; políticamente es presentada como parte de una clase media en expansión. Ambas cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo.
Frente a esta narrativa conviene recordar cómo se define la clase media a nivel internacional en términos cualitativos. La literatura académica y los principales organismos multilaterales, incluido el propio Banco Mundial, así como la OCDE y la CEPAL, coinciden en que la clase media no se define solo por el ingreso. El ingreso es apenas un indicador de referencia.
La definición más utilizada incorpora estabilidad económica, capacidad de cubrir necesidades básicas sin angustia, posibilidad real de ahorro, protección frente a riesgos como enfermedad o desempleo, acumulación gradual de patrimonio y expectativas razonables de movilidad social. En síntesis, clase media no es quien rebasa una línea estadística, sino quien puede vivir sin vulnerabilidad económica.
Cuando se contrasta esa definición con la realidad mexicana, el discurso oficial se desmorona. De acuerdo con el Inegi, la Línea de Pobreza por Ingresos urbana ronda los 4,800 pesos por persona al mes. En un hogar promedio de cuatro integrantes, eso implica cerca de 19,200 pesos mensuales solo para no caer en pobreza por ingresos. Ese es el umbral real de subsistencia.
Aquí aparece un elemento clave. Desde la desaparición del Coneval, el órgano constitucional autónomo encargado de evaluar la política social y medir la pobreza con criterios independientes, comenzaron a multiplicarse las buenas noticias estadísticas. El Coneval funcionaba como contrapeso técnico y metodológico. Con su eliminación, dejaron de existir evaluaciones sociales respaldadas por un órgano autónomo y los relatos oficiales comenzaron a alimentarse exclusivamente de cifras del Inegi y de Hacienda, ambas instancias bajo control directo del gobierno. Desde entonces han emergido narrativas optimistas como la supuesta reducción sostenida de la pobreza y ahora el crecimiento repentino de la clase media. No es coincidencia. Es un cambio en las reglas del juego.
Llamar clase media a quienes ganan menos del salario mínimo y viven sin estabilidad ni ahorro no es un error técnico, sino una decisión política. Sirve para sostener un relato optimista en una economía frágil, justo cuando el gobierno necesita buenas noticias antes de que 2026 exhiba sus costos. Pero la realidad no cambia por decreto. Lo único que cambió fue la forma de contarla. La clase media que hoy se presume es una construcción de papel.
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