El próximo domingo se llevará a cabo una elección donde el único protagonista es López Obrador. Una apuesta fallida a todas luces, ya que la intención de esta estrategia era que el Ejecutivo apareciera en la boleta de las elecciones intermedias del 2021 con el objetivo de reforzar a los candidatos de su partido Morena, pero también para cumplir con una muy complicada misión: superar el 41% de participación de los mexicanos que están capacitados para sufragar.
Sin duda el INE ha puesto trabas para que la revocación de mandato no haya sido una gran exaltación hacia la figura de AMLO, quizá con el temor de que esto produjera la intención del mandatario y sus seguidores por una reelección, tal como sucedió en Venezuela y Bolivia.
Esta batalla frontal ocasionó que la maquinaria del gobierno federal pusiera toda la carne al asador para buscar fortalecer la imagen del presidente y lograr el ansiado proyecto de hacer válida la mencionada elección, contando con que la aprobación del tabasqueño supera el 60% y con esto fácilmente podrían ratificar su mandato.
Sin embargo, movilizar a más de 37,129,287 voluntades en pleno mes de abril es una misión imposible; todos los lopezobradoristas lo saben y ahora piden –casi suplicando- a la oposición salir a votar en contra para lograr la validez.
Buena intención. Mala aplicación
El método de revocación –o ratificación- de mandato es un acierto para cualquier democracia en el mundo. Es una forma pacífica que tienen los ciudadanos de mostrar su ánimo sobre los gobernantes en turno. En países con regímenes parlamentarios es una costumbre bien vista por la mayoría de los habitantes. Italia, Francia y España son ejemplos de esta modalidad.
En Canadá y en la gran mayoría de los estados en Estados Unidos se genera este tipo de elecciones para que los electores tomen las riendas sobre el actuar de sus gobernantes antes de que culminen sus mandatos.
Dichos formatos han ayudado a que prevalezca de cierta manera la paz civil, incluso cuando la polarización llega a su más alto nivel.
En México estamos muy lejos de que esta dinámica sea totalmente democrática. La mayor contradicción es que no es la oposición la que tiene el liderazgo del tema, sino el mismo gobierno. Esto provoca que el debate se centre en el músculo que tiene el gobernante en turno, para demostrarle a sus detractores que tiene todo el poder en sus manos, gracias a la supuesta fortaleza que le da la mayoría al querer que persista su régimen.
Pedir a la gente no ir a votar a cualquier elección quizá podría ser mezquino e incluso antidemocrático. Pero para la deslucida oposición mexicana, es la única variante que le acomoda a fin de que el régimen ‘obradorista’ fracase en su intento de validar la elección.
Ahora bien, si la maquinaria humana del presidente logra que el 40% de la lista nominal salga a votar, ahí sí estaría demostrando un poder de convocatoria absoluto y su influencia histórica sería prácticamente imparable.
Esa situación es poco probable dados los últimos números que arrojó la consulta que promovió la izquierda mexicana, cuando la consulta popular para enjuiciar a expresidentes resultó en un verdadero fracaso, con una pírrica participación por debajo del 8% de los votantes.