Algunos de sus defensores argumentan que se trata de aprovechar una oportunidad histórica para hacer pedagogía cívica. Sin embargo, el amedrentamiento sistemático contra las autoridades electorales y el carnaval de violaciones a la ley en el que han incurrido el presidente, funcionarios de su gobierno, autoridades locales y dirigentes de su partido al promover la consulta, no aporta ningún aprendizaje rescatable en ese sentido.
Al contrario, el proceso está sirviendo de pretexto, por un lado, para que López Obrador y sus adeptos desafíen cada vez más agresivamente al árbitro electoral; y, por el otro, para que alienten un falaz pero muy peligroso antagonismo entre participación popular e institucionalidad democrática.
Lejos de constituir un ejemplo de virtud ciudadana, la consulta se ha convertido en una exhibición de vandalismo oficialista.
Y también de mucha hipocresía. Porque arropados en su discurso de austeridad, desde un principio los lopezobradoristas le negaron al Instituto Nacional Electoral los fondos necesarios para costear a cabalidad la organización de la consulta. ¿Pero cuánto se están gastando ahora en miles y miles de “voluntarios”, anuncios espectaculares, bardas, pósters, mantas y demás parafernalia para publicitarla? ¿Y de dónde provienen todos esos recursos?
Incluso obviando la ilegalidad que suponen, ¿cómo se justifica ese gasto en un contexto de crecientes restricciones presupuestales, recortes a programas sociales, desabasto de medicinas, inflación y estancamiento económico, para que sus simpatizantes puedan votar que “se quede” un presidente que no iba a ir a ninguna parte, que de todos modos fue electo para un periodo de seis años?
Esto no es una revocación, es una trampa.
Por un lado, los resultados no importan porque López Obrador no va a perder. Por la forma en que está regulada, por quién y cómo la convocó, en la consulta no hay incertidumbre. Lo cual, por cierto, dice mucho de sus virtudes como artificio propagandístico y también de sus defectos como método de democracia directa.